Fue parado frente a esta carretela tirada por bueyes que algo me indicó que acababa de abandonar, al menos por algunos días, la vorágine de la vida citadina para sumergirme por completo en la inquietante quietud de la naturaleza profunda y el mundo rural. Ese algo no fue lo autóctono del cuadro presenciado, no fueron los silbidos de las aves en la cercana floresta, no fue tampoco el encontrarme a unas seis horas de marcha del poblado más cercano, fue sencillamente la sonora alarma de mi teléfono móvil indicándome la total y completa ausencia de señal.
Hace algunos años en una reunión social conversando con uno de esos conocidos ocasionales con los que se puede entablar una entretenida charla pero que horas después ni siquiera se recuerda su nombre, este me comentó acerca de sus magníficas vacaciones en las profundidades de la Patagonia. Como es lógico pensar de inmediato me imaginé una tienda de campaña sacudida por el viento junto a una fogata humeante a los pies de un glaciar milenario. A los pocos minutos de conversación me di cuenta que en lugar de la sacrificada carpa se trató de una suerte de yurt mongol de treinta metros cuadrados dotado de piso alfombrado con calefacción centralizada, cama king size y televisión y teléfono satelital. No critico a quienes optan por el contacto con la naturaleza con las comodidades de un hotel cinco estrellas pero no me interesa llevar mi sala de estar o el escritorio de mi oficina al lugar donde supuestamente viajo a desconectarme del cotidiano vivir, pero aún así sin proponérmelo me he terminado contradiciendo.
De cara a las vacaciones estivales de este año opté por contratar el servicio de navegación por internet para mi teléfono móvil, la idea era poder revisar algunos correos electrónicos y consultar alguna información en la web que me fuera útil en mi plan de viaje. Sin darme cuenta me encontré revisando mis estados de cuenta bancarios, examinando la actualidad noticiosa y al visitar mi página de facebook enterándome del diario acontecer en mi trabajo. No fue hasta que parado frente a esa carretela de bueyes y tras darme cuenta que no contaba con señal de telefonía móvil finalmente me “desconecté” por completo.
El comienzo fue casi traumático, por sobre todo porque me vi obligado a esperar. Mi conjugación habitual del verbo esperar consiste en aguardar el paso del autobús número 307 que me lleva a mi lugar de trabajo y que sagradamente pasa cada quince minutos; en aguardar el fin de mi jornada laboral que siempre ocurre a las 21 horas; en aguardar la llegada de mi pedido de comida a domicilio que de acuerdo a lo publicitado debe ser antes de treinta minutos o sino es gratuita. En resumen todas mis cotidianas esperas no son más que parte de una adecuada programación que suele cumplirse al pie de la letra.
Inmerso en medio de la profundidad de la campiña me vi obligado a esperar llegar al final de un intricado camino sin poder consultar las vistas satelitales provistas por Google Maps; a esperar el fin de la lluvia sin poder consultar ningún informe meteorológico; a esperar el hervor del agua calentada por el fuego sin poder apurarlo con la programación de un micro hondas; a esperar el paso de un bus rural que cumple con su recorrido a “alguna” hora del día. Esas esperas son las que ayudan a calmar las pulsaciones, aquietadas por el murmullo de los árboles, y a clarificar la mente, libre de las programaciones cotidianas, por lo mismo esas esperas nos permiten alcanzar un renovado rendimiento físico y una sorprendente profundidad de pensamiento.
Espero haber aprendido la lección y para la próxima vez no sólo mantendré apagado mi móvil sino que en una de esas quizás incluso me despojo de mi amado y fiel reloj de pulsera.
Hace algunos años en una reunión social conversando con uno de esos conocidos ocasionales con los que se puede entablar una entretenida charla pero que horas después ni siquiera se recuerda su nombre, este me comentó acerca de sus magníficas vacaciones en las profundidades de la Patagonia. Como es lógico pensar de inmediato me imaginé una tienda de campaña sacudida por el viento junto a una fogata humeante a los pies de un glaciar milenario. A los pocos minutos de conversación me di cuenta que en lugar de la sacrificada carpa se trató de una suerte de yurt mongol de treinta metros cuadrados dotado de piso alfombrado con calefacción centralizada, cama king size y televisión y teléfono satelital. No critico a quienes optan por el contacto con la naturaleza con las comodidades de un hotel cinco estrellas pero no me interesa llevar mi sala de estar o el escritorio de mi oficina al lugar donde supuestamente viajo a desconectarme del cotidiano vivir, pero aún así sin proponérmelo me he terminado contradiciendo.
De cara a las vacaciones estivales de este año opté por contratar el servicio de navegación por internet para mi teléfono móvil, la idea era poder revisar algunos correos electrónicos y consultar alguna información en la web que me fuera útil en mi plan de viaje. Sin darme cuenta me encontré revisando mis estados de cuenta bancarios, examinando la actualidad noticiosa y al visitar mi página de facebook enterándome del diario acontecer en mi trabajo. No fue hasta que parado frente a esa carretela de bueyes y tras darme cuenta que no contaba con señal de telefonía móvil finalmente me “desconecté” por completo.
El comienzo fue casi traumático, por sobre todo porque me vi obligado a esperar. Mi conjugación habitual del verbo esperar consiste en aguardar el paso del autobús número 307 que me lleva a mi lugar de trabajo y que sagradamente pasa cada quince minutos; en aguardar el fin de mi jornada laboral que siempre ocurre a las 21 horas; en aguardar la llegada de mi pedido de comida a domicilio que de acuerdo a lo publicitado debe ser antes de treinta minutos o sino es gratuita. En resumen todas mis cotidianas esperas no son más que parte de una adecuada programación que suele cumplirse al pie de la letra.
Inmerso en medio de la profundidad de la campiña me vi obligado a esperar llegar al final de un intricado camino sin poder consultar las vistas satelitales provistas por Google Maps; a esperar el fin de la lluvia sin poder consultar ningún informe meteorológico; a esperar el hervor del agua calentada por el fuego sin poder apurarlo con la programación de un micro hondas; a esperar el paso de un bus rural que cumple con su recorrido a “alguna” hora del día. Esas esperas son las que ayudan a calmar las pulsaciones, aquietadas por el murmullo de los árboles, y a clarificar la mente, libre de las programaciones cotidianas, por lo mismo esas esperas nos permiten alcanzar un renovado rendimiento físico y una sorprendente profundidad de pensamiento.
Espero haber aprendido la lección y para la próxima vez no sólo mantendré apagado mi móvil sino que en una de esas quizás incluso me despojo de mi amado y fiel reloj de pulsera.
9 comentarios:
Hace un par de años sufrí, o mejor dicho, disfruté, de una situación parecida. Fueron unas de las mejores vacaciones que he disfrutado en mi vida.
Enhorabuena.
John W.
Yo lo siento pero tengo tantas alergias declaradas y no las tengo en paro condicional, dejo el campo y sus bellezas para los demás.... regreso
Besossssss
Nunca aunque quieras podrás desprenderte de tu vida tecnológica, porque aunque por momentos lo aparques todo (hasta tu reloj de pulsera) sabes que vas a volver, y si por unos días no lees tu correo electrónico, en cuanto vuelvas a tu ordenador, te pasarás un día entero leyendo correos y echando spam a la papelera. Quizás deberiamos intentar desconectarnos más que con factores externos, con nuestra propia alma, quizás.
Saludos, un texto estupendo
Cuando mirás la imagen de los bueyes con el yugo, la carga, el agobio a flor de cuero... ejem... sentìs algun tipo de identificación? Si la respuesta es si, estás en el horno. Si tenés dudas, aún estás a tiempo de salvarte. Y si es no, largá el reloj ahora porque más adelante será demasiado tarde. ¿De onda, no? já.
Es difícil desprendernos de aquello que nos hace sentirnos seguros. El desapego es un largo aprendizaje. Nada mejor que viajar ligero de equipaje.
Polidori, como bien dices a veces en sufrir esta el disfrute (aunque suene masoca).
Lamento tus alergias Silencios yo he ocasiones también he tenido que recurrir a la clorfenamina para seguir el camino.
Alma, tú amiga siempre tan sabia. Es tan dificil lograr a vees esa desconexión interior que en ocasiones vale la pena conformarse con la exterior.
Ana, creo que aún estoy a tiempo de salvarme.
Pamela, que sabias palabras las tuyas sencillamente viajar liger de equipaje.
Yo, que también soy muy de eventuales retiros campestres, a esos momentos les llao "pausas.
Parecen historias de mi casa, allá en el Caribe. Oir la briznas, el mujido, el murmullo de los ríos...
Sin un bendito móvil que interrumpa tal sinfonía.
Parecen historias de mi casa, allá en el Caribe. Oir la briznas, el mujido, el murmullo de los ríos...
Sin un bendito móvil que interrumpa tal sinfonía.
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