lunes, 30 de noviembre de 2009

Un Lugar al que Regresar

Llegó Diciembre junto a él la Navidad y como trabajo en el comercio en esta época los días se me pasan volando entre atender la fiebre consumista de los clientes, reponer los stock de mercadería, coordinar despachos, organiza turnos de trabajo, para regresar rendido a casa, comer algo, dormir un poco e iniciar otro día igual que el anterior. En esta vorágine cuando nuevamente tenga tiempo de descansar sin quedarme dormido al instante y sumirme en mis pensamientos me encontraré ad portas de Enero, para mí el mes más ansiado del año no sólo por la llegada del verano austral sino porque es sinónimo de “merecidas vacaciones”, quince añorados días que justifican un año de esfuerzos.
La elección del destino para pasar las vacaciones siempre ha sido un asunto al que le he dedicado una suma importancia, y creo que más importante que el lugar elegido en sí son las razones para viajar hasta allí.
Cuando contaba quince años me limitaba a acatar, a veces a regañadientes, el lugar elegido por mis padres para vacacionar; ya en los veinte mi principal motivador era un destino en donde la cerveza fuera barata, abundaran los locales nocturnos y la fiesta no tuviera fin; hacia los veinticinco, como es propio a los primeros años de matrimonio, quería descubrir el rincón más romántico del mundo; luego en los treinta, con el mismo matrimonio ahora llegado a brusco fin, sólo quería hallar un refugio donde sanar mis heridas; llegando a los treinta y cinco mi búsqueda estuvo orientada a la aventura y los deportes extremos, quizás como una forma de aferrarse a la juventud que comenzaba a marcharse inexorable.
Mucho he pensado que es lo que me motiva ahora ya casi encima de los cuarenta, indudablemente la principal razón es compartir experiencias y descubrir lugares junto a mi hijo adolescente que tal como lo hiciera yo sólo se limita a aceptar mis en ocasiones alocados planes veraniegos. Pero de alguna forma el verdadero elemento motivador, la verdadera búsqueda, está en construir “futuras nostalgias”, imágenes, vivencias y conversaciones dignas de ser recordadas algún día cuando sean imposibles de repetir, no me refiero a esos viejos videos caseros que los abuelos muestran a sus nietos para demostrarles que sus padres también fueron niños en alguna época, me refiero a esos lugares que quedan grabados no en la mente sino en el alma, aquellos a los sin importar el paso del tiempo se hacen tan parte de uno que siempre dan ganas de regresar. Eso es lo que busco para estas vacaciones un viaje que me lleve a un lugar al que querer regresar.
Tengo medianamente definido mi próximo destino, pero de él de seguro les contaré en los primeros días de Febrero, por ahora les comparto el lugar de la fotografía al que llegué casi por casualidad hace un par de años: se trata de Yumani, un asentamiento aymara ubicado en el costado oriental de la Isla del Sol en medio del Lago Titicaca en el altiplano boliviano. Para llegar hasta allí se debe navegar por más de una hora desde el puerto de Copacabana por las aguas turquesas del ojo de agua andino hasta bordear los rocosos acantilados que coronan el extremo sur de la isla donde es posible contemplar las ruinas de un palacio incaico construido hace más de quinientos años. Luego de bordear los filosos roqueríos por más de media hora se accede a una pequeña playa de no más de ochenta metros de extensión y unos quince de profundidad cubierta de una fina arena blanca con un embarcadero de piedra justo en su centro en el que usualmente recalan vistosas embarcaciones hechas con totora como las que surcaban el Titicaca en la época prehispánica. La arena es seguida por un frondoso prado de un intenso verde luego del cual se alza la suave pendiente de una colina que asciende a la parte alta de la isla coronada de grandes árboles cuyas copas parecieran inclinarse hacia las aguas. En uno de sus extremos, casi oculta entre la floresta, se encuentra una escala de unos cinco metros de ancho construida por los antiguos incas en piedra blanca de cantera con peldaños de regular altura y que sube por la pendiente unos cincuenta metros hasta alcanzar una vertiente enlozada en roca cuyas aguas descienden canturreantes por el costado de los peldaños hasta unirse con el Lago.
Paradojalmente la constante búsqueda de nuevos lugares a los que querer regresar de seguro me impedirá regresar algún día a Yumani, para aunque nunca vuelva a estar allí de alguna forma tampoco nunca he regresado de ese viaje y una buena parte de mí se quedó eternamente sentada en la hierba junto a la fuente del Inca una soleada tarde de verano observando a los tímidos y distraídos comuneros aymaras que llenan sus vasijas de greda con las aguas del manantial, mientras en la pendiente de la colina algunas mujeres se dedican a sus tejidos y otras pastorean algunas cabras. Abajo el Titicaca como un espejo refleja el profundo azul del cielo andino hasta perderse en el horizonte donde parece fusionarse con las cumbres nevadas de Los Andes orientales.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Devoción

Hace algunos días recibí un mail invitándome a participar en un concurso fotográfico patrimonial organizado por la Municipalidad de Valparaíso. Busqué entre mi archivos digitales y encontré está foto que titulé Devoción y la envié para participar en la categoría "Patrimonio humano, inmaterial e intangible".
Fue tomada con ocasión de la Festividad de San Pedro, patrono de los pescadores, que se celebra cada 29 de Junio siendo la principal fiesta costumbrista y religiosa de la ciudad. Pero a pesar del colorido de la celebración en esta ocasión no me quedé con la imagen de San Pedro llevada en procesión por cientos de pequeños botes finamente adornados recorriendo la bahía porteña, tampoco me quedé con las compañías danzantes que llenan de gritos, música y saltos las calles de la ciudad, tampoco me quedé con los mimos, malabaristas y batucadas congregados en los recintos portuarios.
Me quedé con esta humilde mujer que a duras penas se abrió paso en la multitud tan solo para acercarse por unos minutos a contemplar con devoción la imagen de su santo, quizás agradeciéndole los favores recibidos quizás rogándole que prontamente le abra las puertas del cielo. Me quedé con sus andrajosos ropajes, me quedé con sus intensos ojos cafés, me quedé con su pelo enmarañado bajo su gorro de paño, me quedé con su cara curtida por el sol, me quedé con las profundas arrugas que cruzan su piel, me quedé con la enigmática mueca de su boca, me quedé con su serenidad, me quedé con su dejo de tristeza.
No sé si la fotografía logrará algún reconocimiento, tampoco es lo que me motiva al tomarlas, yo simplemente me quedo con su rostro tan callado pero que a la vez me cuenta tantas historias.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Trazos al Carbón

Permítanme contarles algo de Lota, una ciudad sin presente que avanza a paso firme rumbo al pasado como una forma de salvar su futuro.
Los inmensos yacimientos carboníferos presentes en el subsuelo lotino la convirtieron en el motor de la Revolución Industrial en Chile a finales del siglo XIX. De la mano de la extracción minera llegaron los avances tecnológicos: en Lota se instaló la segunda central hidroeléctrica de América latina diseñada por el mismísimo Edison, fue una de las primeras urbes chilenas en contar con alumbrado público, telégrafo, luego teléfono y sala de cine. La aristocrática familia Cousiño Goyenechea, dueña del mineral, construyó mansiones que pudieron ser la envidia de cualquier príncipe europeo y el parque botánico más completo del hemisferio sur en su época. También las duras condiciones de las labores extractivas permitieron que en Lota surgieran los primeros conflictos sociales, los movimientos obreros y las reivindicaciones sindicales.
Luego de más de un siglo de explotación del carbón los lotinos no se dieron cuenta que el mundo había cambiado, quizás por permanecer sus hombres tantas horas bajo tierra horadando la roca y sus mujeres en la iglesia rezando para que sus padres, esposos e hijos regresaran a salvo a casa, recibieron como una inesperada y desagradable sorpresa la noticia del cierre de las operaciones de la mina a mediados de la década del noventa. Conceptos como “elevados costos de extracción”, “búsqueda de fuentes de energía no contaminante” y “actividad laboral de alto riesgo” les resultaban incomprensibles, solo entendían que en la mina aún quedaban miles de toneladas de carbón que podía seguir siendo extraído.
De poco sirvieron los planes de reconversión laboral impulsados por el estado y los incentivos a la instalación de nuevas empresas, el dinero de las indemnizaciones prontamente comenzó a escasear. En ese escenario paulatinamente jóvenes y viejos comenzaron a abandonar la ciudad en busca de nuevos horizontes y Lota pareció condenada a una lenta agonía que de seguro culminaría convirtiéndola en un pueblo fantasma al igual que las abandonadas oficinas salitreras del desierto de Atacama o los campamentos mineros del oeste norteamericano deshabitados una vez finalizada la fiebre del oro.
Algo cambio este sino trágico, quizás fue algún loco turista gringo interesado en vivir por un día la experiencia de internarse en las profundidades del Chiflón de Diablo, el más peligroso pique de la red de túneles que conformaban la mina principal; quizás fue algún excéntrico botánico interesado en recuperar la belleza del parque botánico de la ciudad; quizás fue algún grupo de estudiantes de sociología interesados en explorar la vida en el Chile de finales del siglo XIX.. Sea cual fuere el inicio en algún momento se abrieron los piques, se pintaron de vivos colores los antiguos galpones, se restauraron sus mansiones y se decidió rescatar el una vez glorioso pasado carbonífero.
Los mineros retirados tomaron nuevamente sus trajes olvidados y regresaron a las profundidades de la tierra ahora como guías turísticos mostrando a los visitantes las duras condiciones en que trabajaron ellos, sus padres y sus abuelos. Los jóvenes comenzaron a vestir trajes de la época victoriana, como la chica de la fotografía, con los que actualmente muestran a los turistas las bellezas y excentricidades de mansiones y jardines señoriales. De paso se reabrieron los restaurantes que recuperaron los menús olvidados hace casi un siglo y los hoteles adornados de mobiliario belle epoque.
Visitar Lota es regresar por un momento al pasado, contemplarlo como si se estuviera en un gigantesco museo viviente, aprender de él, de nuestros aciertos, de nuestros abusos, de cómo se explotó sin piedad no solo los yacimientos sino por sobre todo a los hombres que trabajaban en ellos, de cómo permitimos que muchos vivieran en la más completa miseria mientras unos pocos llevaban una vida de reyes, pero también aprender de las ilusiones de hombres que solo buscaban que sus hijos tuvieran un futuro diferente y mujeres que solo añoraban ver llegar a sus hombres cada atardecer.
Lota parece pintada en trazos de carboncillo, en blanco y negro sin matices, llena de imperfecciones, pero allí radica su belleza, y de seguro seguirá explotando su pasado por los siguientes diez mil años hasta que el carbón bajo ella termine de convertirse en diamantes.

Al abuelo que no conocí porque un día trastabilló en un embarcadero con noventa kilos de carbón en su espalda; a la tía que no conocí porque la vida se le fue en la cama de un insalubre galpón consumida por una difteria, tuberculosis o fiebre tifoidea mal diagnosticada; a la abuela que no conocí porque tanto sufrimiento terminó por llevarse su cordura y después su vida; al padre que si muy bien conocí y amé, el que a los diez años se internó por primera vez en las profundidades de la tierra, el que emigró en busca de nuevos horizontes, el que logró cambiar su suerte y el que por alguna razón misteriosa hasta el último instante de vida soñó con regresar algún día a Lota.

martes, 10 de noviembre de 2009

Duna

Una de las cosas que me encanta de la primavera es poder planificar alguna salida al aire libre para los días de descanso laboral y no destinarlos exclusivamente a ver algunos cuantos discos de películas como suelo hacerlo en invierno, cuestión que de seguro no debe ser del gusto del casero de mi video club habitual. Hace sólo un par de semanas, en vísperas de un fin de semana libre, le consulté a un colega que pensaba hacer en los siguientes días y me contestó que esperaba ir a elevar volantines (nombre que en Chile damos a los cometas) a lo que “quedaba de las dunas de Con Con”.
El campo de dunas de Con Con es una seguidilla de médanos que se extienden entre esta localidad y el balneario de Reñaca en el litoral central de Chile. Recuerdo haberlo conocido cuando era un niño de pocos años acompañando a mis padres, inmediatamente me impresionó ver tanta arena junta y los extraños dibujos que el viento hacía en ella. En mi óptica infantil imaginaba estar en medio del desierto del Sahara porque internándose solo un poco entre las dunas se perdía todo punto de orientación y daba la sensación de estar en el centro de un mar de arena. Lo más entretenido era arrojarse rodando desde los montículos más altos, en especial de aquellos que finalizaban en las playas cercanas.
En algún momento alguien decidió que ahorrar veinte minutos de viaje entre Reñaca y Con Con era razón más que valedera para instalar una carretera en medio de las dunas. Como era de suponer, junto con el asfalto y el tráfico automovilístico, los envases de botellas vacías, las bolsas plásticas y los papeles también lograron abrirse camino hasta las mismas entrañas del campo dunar, pero al menos tan solo ocupaban unos pocos centímetros a la vera del camino peores cosas estaban por ocurrir.
Recuerdan la parábola bíblica del hombre necio que construyó su casa en la arena y que cuando vinieron las lluvias esta se derrumbo en contraparte al hombre sabio que construyó su casa en la roca y esta resistió todas las inclemencias climáticas. Pues bien supongo que la parábola en cuestión no consideró una tercera opción: la del hombre igualmente necio pero que dotado de una retroexcavadora y estudios de geología decidió remover toneladas de arena hasta alcanzar la roca viva y sobre ella construir un edificio de varios pisos de altura que luego vendió a un elevado precio (quizás después de todo no era tan necio).
En Chile siempre reaccionamos tarde, le dimos el premio nacional de literatura a Neruda cuando este ya había ganado el Nobel, reconocimos el talento de Claudio Arrau o Isabel Allende cuando estos ya se habían nacionalizado estadounidenses, y declaramos como Santuario de la Naturaleza al Campo Dunar de Con Con cuando ya era bastante poco lo que quedaba por preservar.
Actualmente el referido santuario natural son solo unas cuantas dunas atrapadas en el medio de lujosos condominios, casi como si fueran el patio trasero de estos. Irónicamente hablando ya es imposible perderse entre los médanos porque siempre estará a la vista alguna torre de treinta pisos de altura para orientarnos.
Cuantas dunas más removeremos considerándolas tan sólo arena, cuantos humedales secaremos viéndolos como inútiles pantanos, cuantos glaciares trasladaremos por ser únicamente hielo, lamentablemente la respuesta aún está en espera.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Justicia Non Ciega

Chile tiene un largo listado de estatuas y relieves curiosos. Esta el caso de un escudo patrio presente en el Palacio de Gobierno que en lugar de tener nuestros animales tutelares custodiando el blasón presenta los del imperio británico; también la estatua de un caudillo mapuche que combatió a los conquistadores españoles representado con el tocado de un indio apache norteamericano; pero uno de los que más llama la atención es esta representación de la diosa Themis, la Justicia.
Desde la antigüedad clásica la Justicia es representada como una mujer de toga con los ojos vendados sosteniendo una balanza en una mano y una espada desenvainada en la otra, sin embargo esta “Justicia” ubicada fuera del Palacio de los Tribunales en Valparaíso tiene su vista descubierta, apoya con desidia la espada en su hombro mientras los platillos de su balanza cuelgan de su mano derecha, como si fuera poco tiene su mano izquierda apoyada en jarra en su cintura con una mezcla de prepotencia y coquetería.
Explicaciones al origen de esta representación hay muchas: algunos señalan que fue pensada como una forma de ejemplificar que la verdadera justicia se encuentra únicamente en el interior de los tribunales; otros señalan que fue donada en venganza por un influyente ciudadano extranjero a quien los tribunales porteños le habían sido adversos; la versión más verosímil señala que luego que el intendente Francisco Echaurren la mandara a forjar a Italia en 1877 su sucesor no quiso respetar el precio acordado por lo que el artista decidió vengarse dando esta actitud a la estatua.
Lo cierto es que más allá de los orígenes está estatua resulta ser mucho más realista que la representación clásica, y es que la justicia o los tribunales hace mucho tiempo que dejaron de ser ciegos, si es que alguna vez lo fueron, siempre se evalúa quien es el involucrado y las repercusiones políticas que un fallo pueda tener; la espada no siempre se emplea con la eficacia necesaria pues buena parte de las penas son o irrisorias o desproporcionadas, es así como una vecina que no limpió su césped debe pasar un fin de semana en la penitenciaria y un narcotraficante es dejado en libertad vigilada por no existir “pruebas concluyentes”; que decir de la balanza ya que está se inclina siempre hacia el más poderoso.
No estoy diciendo que todos los jueces y funcionarios del poder judicial sean unos corruptos, por el contrario quiero creer que en su gran mayoría son gentes honestas comprometidas con su labor, el problema es que con el sin número de leyes, modificaciones, excepciones, precedentes, artículos y un sinfín de tecnicismos legales el resultado de un juicio siempre se inclinara a favor de quien tenga al mejor abogado de su lado y esto usualmente es directamente proporcional con el poder adquisitivo con el que se cuente. Es cierto también que en toda democracia moderna el estado provee de un defensor a quien no pueda costearse uno, pero estos normalmente son jóvenes inexpertos recién egresados de la escuela de leyes, verdaderas palomas incapaces de enfrentarse a los experimentados gavilanes de los estudios jurídicos corporativos.
Durante el oscurantismo del Medievo muchos asuntos se dejaban al “Juicio de Dios”, cada parte en conflicto era representada por un campeón que se enfrentaba en una dura batalla con el campeón de su oponente, el que resultaba victorioso (en otras palabras el que sobrevivía) lo había sido por contar con el favor divino por lo que su causa era la justa y el juicio se definía a su favor. En esa lógica era bastante sencillo el mancillar, denostar, humillar y robar a otros siempre y cuando se contara con un mercenario con años de experiencia en combate al servicio personal.
Nuestro actual sistema de justicia no es tan distinto, en lugar de campeones somos representados por abogados los que en vez de armas se enfrentan con afilados oficios, mortales apelaciones y punzantes solicitudes de no innovar. En la actual lógica no se trata de tener o no la razón sino de poder contratar al mejor defensor jurídico para que este logre que se haga “justicia”.
Mirando bien la estatua me parece entenderla, se cansó de la situación, agarró su espada y su balanza, se quitó la venda para ver por donde largarse y ahora está mano en la cintura esperando un taxi que la lleve a algún sitio donde se le haga honor a su nombre.