viernes, 30 de diciembre de 2011

País de Lectores


Cualquier extranjero que dé un paseo por el centro de Santiago se verá sorprendido por tres cosas, tres elementos que parecieran hablar de quienes somos pero que en realidad, y por el contrario hablan del país que no somos.

Lo primero es la gran cantidad de inmigrantes que pueden verse a diario en especial en la Plaza de Armas y el barrio Santo Domingo.
Sabiendo que Buenos Aires es el Paris del cono sur y que Sao Paulo es en alguna medida el Nueva York sudamericano, nos gusta pensar que Santiago es el Londres de estas latitudes, una ciudad pujante, económicamente potente, que por lo mismo atrae a inmigrantes de otros pueblos transformándose en una urbe cosmopolita y vario pinta. Eso nos gustaría, pero si bien es cierto que la economía hace tiempo ha andado bien por estos lados y lo mismo ha hecho que muchos de nuestros vecinos hayan venido a este lugar a buscar un mejor futuro, seguimos siendo un pueblo intolerante y profundamente discriminatorio que recibe con los brazos abiertos a todo aquello que tenga origen anglosajón y que relega al servicio doméstico a todo lo que tenga olor a latinoamericano sin importar sus verdaderas capacidades.
Como muestra de lo anterior hace algunos días el ministerio de relaciones exteriores montó en la Plaza de la Constitución un stand que mostraba los aportes de las colonias extranjeras al país, en este se mencionaba el número de inmigrantes provenientes de Alemania, Italia, España, Francia y etcétera, pero en ninguna parte se mencionaba a la mayoritaria colonia peruana residente en el país.

Lo segundo es el asombroso número de “cafés con pierna” que abundan en la capital.
El café con pierna es una invención netamente nacional y consiste, aclaro para los lectores extranjeros, en cafeterías que son atendidas por en la mayoría de los casos agraciadas señoritas que tan solo portan diminutas y sensuales prendas de ropa interior.
Supongo que nos gusta creernos una sociedad desprejuiciada en donde el sexo no es un tabú, una suerte de Amsterdam austral, pero la realidad es que todos estos cafés se esconden al interior de los edificios detrás de gruesos vidrios polarizados y todos y cada uno de sus habituales comensales al ser consultado negará hasta el cansancio el haber visitado alguno de estos sitios, y es que seguimos siendo una sociedad hipócrita en materia sexual que aún discute si debemos o no enseñarles a nuestros niños acerca del sexo en el colegio, que aún no se atreve a publicitar abiertamente el uso de preservativos y en donde el cinismo al respecto es la norma.

Lo tercero es la gran cantidad de kioskos atestados al máximo con diarios y revistas.
Supongo que nos gusta creernos un pueblo culto e informado, basta con preguntar qué canales son los más vistos y la mayoría de los consultados dirá Natgeo, History Channel, CNN news o algún otro nombre que suene a intelectual, pero lo cierto es que el rating demuestra que tan solo nos dedicamos a ver programas de farándula y algo de deporte.
Lo mismo pasa con los kioskos de periódicos, la mayoría de los transeúntes tan solo lee los titulares (lo que también habla de nuestro gusto por mirar las cosas superficialmente) y muchas de las revistas terminan por ponerse amarillas sin que nadie las compre, a fin de cuentas estas no son más que un anzuelo porque el verdadero negocio para los dueños de estos puestos es vender cigarrillos y golosinas a los curioso observadores.

Sinceramente espero que durante el 2012 lo que nuestra sociedad muestre tenga relación con lo que nuestra sociedad es, en especial porque si los mayas tienen razón será el último año en que podamos hacerlo.

Feliz 2012 para todos.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Ocaso Pampino


“Las fichas de las salitreras han sido reemplazadas por las tarjetas de crédito de las casas comerciales”
Jorge Coulón – Inti Illimani

Los atardeceres en medio de la pampa de Atacama son por decir lo menos subyugantes, un espectáculo de colores y formas único, algo parecido ocurre con el amanecer, pero a la hora del mediodía cuando está, en palabras de Violeta Parra, “arriba quemando el sol” es inevitable caer en cuenta que uno se encuentra en el corazón del lugar más árido del mundo.
Es en estas duras condiciones de vida o de muerte que durante la segunda mitad del siglo XIX se desarrolló la industria del salitre, principal sostén económico del país en su momento. Pero como si soportar temperaturas extremas y rasguñar a diario la roca fuese poco las condiciones laborales al interior de las oficinas salitreras convertían la situación en un infierno perfecto.
Fue en el año 1907 que cerca de quince mil mineros de los cantones de Tarapacá decidieron abandonar sus puestos de trabajo y marchar junto a sus familias a Iquique, la capital provincial, para intentar que sus demandas fueran escuchadas. Demandas simples y, mirada con nuestra óptica, casi elementales; tan solo querían que su trabajo fuera cancelado con dinero y no con las fichas canjeables solo en las pulperías propiedad de los mismos dueños de las salitreras, tan solo querían poder disponer de balanzas para cotejar que lo que en estas mismas pulperías se les vendía tuviera el peso justo, tan solo querían la libertad de comercio para no tener que estar obligados a comprar sus víveres solo en los usureros puestos propiedad del patrón.
El 21 de diciembre de 1907 los mineros en huelga y sus familias se encontraban desde hacía ya varios días ocupando el interior de la escuela Domingo Santa María de la ciudad de Iquique. Fue ese día que el general Roberto Silva Renard, uno de los nombres más vergonzosos en nuestra historia, ordenó a sus tropas abrir fuego de metralla contra los indefensos huelguistas para después ingresar al recinto y sala por sala acribillar a hombres, mujeres y niños.
El gobierno parlamentario cómplice en estos hechos, el que ya había derrocado a un presidente buscando favorecer los intereses de los dueños de las salitreras, se negó a emitir certificados de defunción y señaló que oficialmente en la refriega habían muerto 190 trabajadores, décadas después cuando fueron exhumados los restos de la fosa común en la que fueron arrojados se entendió que el número de asesinados fue cercano a las 3.000 personas.
Las reformas laborales en el mundo del salitre tan solo llegaron hacia mediados del siglo XX, casi al mismo tiempo que la invención de los nitratos artificiales acabó con la rentabilidad del negocio y las oficinas paulatinamente se fueron convirtiendo en pueblos fantasmas en medio de la pampa.

Pero de seguro esto nos parece extemporáneo, propio de una época menos civilizada, pero acaso las fichas del salitre no han sido reemplazadas por las tarjetas de crédito en las casas comerciales, acaso las pulperías no han tomado la forma de los “comercios adheridos”, acaso las balanzas alteradas no han sido reemplazadas por el “compre ahora y comience a pagar en seis meses más”, acaso las usureras libretas de crédito no han sido reemplazadas por los poco transparentes contratos y repactaciones unilaterales hechas por los gigantes del retail.
Supongo que en cien años más, cuando la esclavitud económica haya evolucionado en una forma más sutil, mis tataranietos visitaran los vacíos edificios de la ciudad empresarial en Santiago a esas alturas abandonados por su alto consumo energético y se preguntaran como nosotros pudimos soportar estos abusos.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Simplemente Aznar


Pedro Aznar es de esos músicos que me resultan particularmente gratos de seguir, primero porque se mueve entre el rock, el jazz y el folklore latinoamericano, mis estilos musicales predilectos; en segundo término porque sus letras y discurso hablan de un potente compromiso social; y finalmente por su marcada cercanía con mi país, cercanía que no se basa en frases prefabricadas del tipo “ustedes son el mejor público del mundo” o la bastante ridícula “si tuviera un hijo le pondría Chile” (saludos para Julio Iglesias), sino que en intervenciones que demuestran un real conocimiento de lo que está ocurriendo en nuestro territorio y en la habitual presencia de canciones de Violeta Parra o versos de Pablo Neruda en su discografía.
Pero no deseo hablar en sí del nutrido curriculum musical de Aznar sino de las tres ocasiones en que he tenido la opción de verlo en vivo en el último año. La primera fue en Noviembre pasado en la Plaza Sotomayor de Valparaíso con ocasión del Fórum de las Culturas, un evento gratuito en donde el músico argentino se presentó en el corazón mismo de la zona de la ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad; la segunda fue pocos día después en el Jardín Botánico de Viña del Mar, una presentación también de entrada liberada en donde Aznar pudo cantar en medio de un frondoso bosque con los asistentes escuchando su música recostados en los prados del lugar; y la tercera fue hace pocas semanas en la Casa Museo de Pablo Neruda en la localidad de Isla Negra, tocata también libre de pago que Aznar quiso llevar a cabo como homenaje a un nuevo aniversario de la obtención del premio Nobel por parte del poeta y que mejor que llevarlo a cabo en el mismo lugar donde el célebre bate pasó sus últimos años.
Pero tampoco quiero hablar en sí de las veces que he podido ver a Aznar sin tener que pagar una entrada sino de esa constante queja presente en nuestra sociedad de que la cultura no está al alcance de todos, de que los precios del ballet, la ópera, el teatro y los libros son privativos (y ciertamente lo son); pero paradojalmente cuando un evento cultural es gratuito los mismos que se quejan de su exclusión no asisten y los que se hacen presentes son en su mayoría personas que pueden financiar sin problemas su acceso a la cultura.
Alguien dirá que el problema está en la falta de información o que los medios publicitarios nos han llevado a valorar tan solo la música y cine de corte comercial desechable de por sí, que la raíz está en la pésima calidad de educación que se entrega en los organismos públicos; pero en contraparte se me viene a la mente el caso de mi madre, una mujer criada en el campo, que nunca piso un aula universitaria y cuya única profesión ha sido la de dueña de casa pero que sin embargo es capaz de reconocer a la perfección las obras de Strauss o recitar de memoria los versos de Bécquer, y así como ella he conocido un buen número de personas que sin grandilocuentes títulos académicos tienen un nivel cultural muy pero muy encima del promedio.
No puede ser que teniendo uno de los idiomas más ricos en el orbe nuestros jóvenes se comuniquen usando a lo sumo cincuenta palabras; que teniendo en nuestro patrimonio nombres como los de Neruda, Mistral, Huidobro, Parra o Jara, nuestros chicos además de ni siquiera saber quiénes son, tan solo sean capaces de tararear algunas letras en dudoso spanglish “compuestas” por algún regetonero puertorriqueño.
Es cierto que mucho nos falta por avanzar en educación y que la cultura es un bien en ocasiones de difícil acceso, pero el cultivarse es algo que parte por la propia iniciativa, y quizás es justamente ello, iniciativa, lo que estamos perdiendo. El creciente nivel de asistencialismo de las políticas públicas, en su mayoría motivado por fines populistas, nos está acostumbrando a que nos regalen todo y a no buscar nada.
Así como vamos en un par de décadas tendremos a jóvenes que solo se comunicaran con guiños de mesenger y dispuestos a pagar una fortuna por ir a ver al artista de modo del que un año después ni siquiera recordarán su nombre.