miércoles, 10 de junio de 2015

Salvo

El Palacio Salvo no pasa desapercibido desde ningún punto de Montevideo, pero resulta aún más imponente al verlo alzarse por sobre la antigua muralla que guarda la entrada a la Ciudad Vieja. 
No es sólo su tamaño, difícilmente el tamaño puede impresionar a un santiaguino acostumbrado a diario a la descomunal altura del edificio Costanera Center; es más bien su estampa, su clasicismo, la nostalgia presente en él y me imagino que haberlo observado en los tiempos de la Belle Epoque debió haber sido algo realmente sublime. 
Antes de viajar a Montevideo sabía perfectamente que este palacio tiene un hermano gemelo en Buenos Aires que quizás no resulta tan impresionante a la vista por estar atrapado en el sobrepoblado casco urbano próximo a calle Corrientes. 
Poco después de visitar la capital charrúa una querida amiga complementó esa historia contándome que ambos edificios habían sido construidos idénticos por un arquitecto francés con la idea de que uno al otro se miraran a través de la inmensidad del Río de la Plata. 
¡Qué idea más romántica! Dos almas gemelas contemplándose ad eternum, más allá del bullicio y diario vivir de la urbe, más allá de estar separados por el río más ancho del mundo, más allá de que diferentes banderas sean la suya. 
Pero en ocasiones también ocurre en los seres de carne, hueso y alma, cuando más allá del tiempo, las circunstancias, los sueños o el diario vivir, no dejamos de encontrar en medio de la locura de la ciudad los ojos de quien sabemos con certeza es nuestro igual mucho más allá de las distancias.

martes, 2 de junio de 2015

José Ignacio

Hace tiempo que no escribía ni editaba una fotografía. La razón era más que sencilla: no encontraba algo que me motivara a escribir o una fotografía sobre la cual detenerme a trabajar y aunque tenía hambre de hacer ambas cosas me mantuve esperando el momento o el motivo correcto. 
Semanas atrás leí “De la Amazonía a las Malvinas” de Beatriz Sarlo. En esta especie de ensayo en primera persona sobre la experiencia viajera la escritora argentina sostiene que en una época en donde podemos descubrirlo todo a través del internet lo único que en realidad nos sorprende en un periplo es aquello que se sale de control, eso que precisamente nunca pensamos encontrar. 
Quizás en alguna forma es así. Con mi hijo siempre recordaremos ese microbus en panne a medianoche en lo más alto de Los Andes la primera vez que viajamos a Perú o esa sorpresiva lluvia veraniega que nos obligó a abandonar a aventones el Parque Nacional Nahuelbuta, y como esas se me vienen a la mente increíbles conversaciones con algún taxista en Buenos Aires (una de ellas realmente del terror), la gruñona dueña de una pensión llena de gatos en Puerto Montt, una huelga de trabajadores mineros en Bolivia, entre otras. 
Pero también en muchas ocasiones lo que más atesoramos de algún viaje es precisamente lo que fuimos a buscar, lo que esperábamos encontrar, eso que mil y una vez revisamos a través de los videos de Youtube o los relatos de otros viajeros en la web, y en definitiva aquello que nos motivó a emprender vuelo. 
Algo así me ocurrió con el faro de José Ignacio, una pequeña villa turística en la costa atlántica unos pocos kilómetros al norte de Punta del Este que había descubierto mediante las redes sociales y aunque la escapada a Uruguay había sido motivada por la simple idea de caminar las calles que alguna vez anduvo Benedetti y disfrute de la brisa ríoplatense en las ramblas montevideanas, las copas en la Ciudad Vieja, y una sorprendente calma en el otoño de Punta del Este, siempre sentí que el final y el objetivo del viaje estaba en otro lugar, y que sin él siempre quedaría una deuda pendiente. 
Fue así como llegué a los pies de ese enorme faro erguido en los roquerios que enfrentan el Atlántico y flanqueado por un mar de dunas en un lugar que como dicen sus parroquianos “lo único que allí corre es el viento”; y definitivamente nada me sorprendió, era todo tal cual y como había sido descrito por otros, tal y cual como lo retrataban las fotografías de otros visitantes, y si bien estaba todo en su lugar, sin ninguna sorpresa evidente, la paz que envuelve el lugar me pareció un descubrimiento fascinante, uno por el cual había valido todo el esfuerzo en llegar allí y uno que daba por exitosamente culminada mi visita a las tierras charrúas. 
Y es así como en ocasiones lo más sorprendente es que no haya sorpresas y todo sea tal cual se imaginó porque, contradiciendo a la doctora Sarlo, no importa cuántas veces algo se haya visto o se haya leído sobre él no hay experiencia virtual que reemplace el estar allí.