miércoles, 30 de septiembre de 2009

Cardonal

En una época de compras por internet y pedidos a domicilio, en la que las plazas y parques del siglo XXI son los gigantescos centros comerciales con aire climatizado, música ambiental y estacionamiento de varios niveles, los pequeños almacenes de barrio, las carnicerías, modestas verdulerías y panaderías parecen condenados a la extinción. En este contexto me llama felizmente la atención que una institución permanezca casi inalterable desde la antigüedad clásica, pasando por el Medievo, el renacimiento y los tiempos modernos, hasta nuestros días. Se trata de los Mercados, aquellos lugares de venta de toda clase de productos, especialmente alimentos, presentes prácticamente en cada ciudad del orbe y sin señas de decadencia o verse afectados por la modernidad.
¿Cuál es la esencia de los mercados que les permite resistir el paso del tiempo? ¿Por qué siguen siendo un lugar tan fascinante y preferido para realizar las compras periódicas? Definitivamente no es sólo por un aspecto económico ya que no necesariamente sus precios son los más módicos, tampoco es exclusivamente por su contexto folklórico y típico porque mal que mal más grandes o más pequeños todos son prácticamente similares.
Como visitante esporádico del “Cardonal”, el más emblemático mercado de abastos de Valparaíso, me atrevo a conjeturar que su vigencia se debe a que comprar en ellos es una experiencia que definitivamente ocupa y consume los cinco sentidos.
Primero nuestros ojos se encandilan con los colores de los puestos de frutas y verduras; rojos, amarillos y verdes tan intensos que ya bien Sorolla o Renoir se los hubieran querido tener en sus pinturas. Luego nuestros oídos acostumbrados a la insípida música ambiental de los Shoping Center parecieran saturarse con los gritos de los feriantes ofertando a viva voz y de forma cada vez más original sus productos acompañados del incesante rumor de voces, cientos de voces comunicándose, tranzando, conociéndose.
Quien se da un verdadero banquete es nuestra nariz y es que la verdadera prueba para conocer las cualidades de nuestro olfato no está en distinguir el bouquet de uno u otro vino, o diferenciar entre tal o cual perfume. Podemos preciarnos de tener un agudo olfato si ante un puesto de especias y esencias somos capaces de distinguir entre los intensos aromas de la pimienta negra, la nuez moscada, el azafrán, la vainilla, la canela y cuanto condimento exista.
El gusto no se queda atrás porque para comprar un buen queso, fresco o maduro, un puñado de exquisitas aceitunas o un corte de jamón es necesario degustarlos y en un mercado se encuentran algunos de las mejores delicatesen junto a estupendo restaurantes o cocinerías de corte tradicional.
Finalmente el tacto pasa a ser indispensable para hacer una buena compra y es que solo tanteando se puede elegir la mejor sandía o se puede saber si ciertos tomates están aptos para una deliciosa ensalada acompañada de cebollas o para preparar una sabrosa salsa boloñesa.
No sé donde realicen sus compras habitualmente pero si no lo han hecho les recomiendo visitar el mercado que les sea más próximo. En cuanto a mí debo dejarlos porque esta escritura me ha despertado el apetito.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Cuestión de Fe

Siempre he encontrado los motivos religiosos “fotográficamente” interesantes, en especial esos antiguos vitrales y relieves que suelen adornar las paredes, cornisas y ventanales de las catedrales. No es necesariamente por una cuestión de fe y es que no sólo los creyentes devotos pueden admirar y conmoverse con las pinturas de la Capilla Sixtina, los escritos de Santo Tomas, el Ave María de Mozart o el Aleluya de Haendel. Pero no es menos cierto que el mundo eclesiástico en alguna época me fue especialmente cercano.
Me crié al interior de una conservadora familia protestante. De niño cada noche encomendaba mi alma al creador de rodillas a los pies de mi cama y asentía con un amén cada vehemente frase de nuestro pastor en los imperdibles cultos del día domingo. Alcanzada la adolescencia mis héroes eran Guillermo Carey, primer predicador bautista en viajar a la India y padre de las misiones modernas, y Natanael Saint, misionero asesinado en el Amazonas ecuatoriano por los mismos indios Aucas a los que pretendía evangelizar. Luego aprendí a tocar piano motivado únicamente por poder interpretar los sentidos acordes de la música Gospel norteamericana e incluso pensé seriamente en estudiar teología.
No recuerdo porqué razón ni en qué momento ya perdido en el paso de los años vividos, para bien o para mal, para salvación o condenación, sencillamente dejé de creer.

domingo, 20 de septiembre de 2009

En Camino

Recuerdo con especial cariño a Oscar Otárola, mi profesor de filosofía en mis años de secundaria, recuerdo sus debates en los que buscaba adentrar en las profundidades del pensamiento a un grupo de desordenados estudiantes cuya idea más elaborada hasta ese entonces había sido como conseguir pedir permiso a sus padres para asistir a la fiesta del fin de semana. Recuerdo en particular dos interesantes discusiones sobre qué cosas en nuestra vida cotidiana constituían una “causa y/o un efecto” y cuales podían ser determinadas como “un fin o un medio”.
En buena parte de mi vida consideré a los caminos, sean estos literales o simbólicos, tan sólo un medio para alcanzar un fin, una vía conducente a un lugar, una forma de obtener un resultado, un recorrido que alcanzaba su valor tan sólo una vez completado. Hace casi exactamente una década atrás me encontraba atravesando una época particularmente difícil, desempleado, sin dinero y con un matrimonio hecho trizas hacía poco. En aquellas poco gratas noches en las que el insomnio era una constante mis más leales compañeros eran el café y el tabaco, por lo mismo no era extraño que a altas horas de la madrugada me encontrara con que acababa de fumar el último cigarrillo de la cajetilla, en dichas circunstancias mi única alternativa era realizar una caminata de más de media hora hasta una estación de venta de combustible donde podía comprar mis ansiados Marlboro o Lucky Strike. A poco andar me di cuenta que no eran unos pocos más o menos miligramos de nicotina los que me calmaban, los que me hacían ver las cosas con mayor claridad y finalmente conciliar el sueño, sino que era en sí la caminata en compañía tan sólo de mis pensamientos escuchando a lo sumo el ladrido de un par de perros lo que resultaba terapéutico.
Supongo que desde aquellos años que he aprendido a disfrutar los caminos sin siquiera importarme a donde conducen, deleitándome sencillamente en el hecho de recorrerlos, aprovechando cada instante de caminata para depurar pensamientos. Es interesante cuantas ideas se pueden obtener usando el supuesto “tiempo perdido” en nuestros desplazamientos de la casa al trabajo o cuantos detalles pueden observarse en el camino que se recorre yendo al mercado.
De igual forma he aprendido a valorar aquellos caminos simbólicos, esos procesos que nos permiten obtener un resultado, a veces incluso sin lograr alcanzar las metas propuestas pero encontrando un alto grado de crecimiento personal en la senda recorrida. A fin de cuentas nos encontramos permanente “en camino” y cuando llegamos a algún lugar únicamente es para iniciar un nuevo viaje.
Tan sólo como dato informativo les contaré que el camino de la fotografía atraviesa entre campos y barrancas el extremo norte de la Isla del Sol en medio del Titicaca boliviano y finaliza en un conjunto de ruinas prehispánicas conocidas como el laberinto de Chikana, pero si algún día lo recorren no esperen llegar hasta el final para disfrutarlo.

martes, 15 de septiembre de 2009

Rapaz

El protagonista de la fotografía es un joven Aguilucho posado en lo alto de una de las miles de Araucarias de la Cordillera de Nahuelbuta. Excúsenme que no les dé los correspondientes nombres científicos pero desde niño que aquellas denominaciones en latín me recuerdan algunos jocosos capítulos del Coyote y el Correcaminos.
Algo tienen las aves rapaces que a lo largo de la historia se han convertido en un símbolo tan representativo del poder como lo son las cruces o las medias lunas en el contexto religioso. Fue siguiendo el emblema de un águila que las legiones romanas conquistaron las Galias, Hispania, el norte de África y Oriente Medio; reyes, duques y barones del Medievo solían incluir halcones en sus escudos de armas usualmente acompañados de leones o dragones, sus símiles entre los mamíferos y las criaturas mitológicas. El asunto no se limita a Europa porque también en América el águila fue un animal totémico para los aztecas y las tribus de las grandes praderas así como el cóndor para el mundo andino; estas aves también estuvieron presentes en la iconografía de emperadores orientales, emires árabes y reyes tribales africanos. Hacia la edad moderna fueron insignias de batalla de los ejércitos al servicio de los Imperios Coloniales y luego de las naciones que lograron su independencia de estos.
Su analogía con el poder continúa hasta nuestros días, no en vano fue delante de la imagen de un águila calva que se anunciaron las invasiones de Afganistán e Irak, y han pasado a formar parte de los emblemas corporativos de bancos y farmacéuticas transnacionales que en una época globalizada han heredado de imperios, reinos y naciones el control del orbe.
El porqué de esta devoción por las aves rapaces quizás sea por su vuelo majestuoso, por lo imponente de su estampa o por su aguda visión, pero no debemos olvidar que estos nobles pájaros fueron dotados por la naturaleza de tales condiciones con el único fin de mantenerse en el tope de la cadena alimenticia dejándose caer inmisericordes con sus letales garras sobre sus presas. Consecuentemente los siglos de historia nos han demostrado que quienes han usado halcones y águilas como emblema también han tomado de estos su implacable letalidad ante todo lo que se cruce en su camino.
Al parecer poder y rapacidad van de la mano.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Nicolino

La poca habitual coincidencia de una soleada mañana de invierno y uno de mis días de descanso laboral fue una ocasión perfecta para dedicarla a mi pasión por fotografiar Valparaíso. Estando en lo alto de un mirador con magnífica vista al Pacífico se me acercó un anciano, después supe sumaba más de ochenta años, que me preguntó si era turista y si me gustaba contemplar el mar, a lo primero dije no y a lo segundo si. Inmediatamente y sin pedir ningún permiso previo comenzó a entonar una bella y simple canción acerca de la belleza de las costas. Lo poco inusual de su presentación me convenció de que se trataba o de un viejo loco o de un anciano sabio, cualquiera fuera la respuesta estaba más que justificado detenerme a conocer más del amistoso personaje.
Nicolino nación en Nápoles, cuando tenía trece años sus padres decidieron abandonar Sicilia y cambiar las vistas del Vesubio por las del Pacífico Sur, quizás buscando una nueva vida en las costas americanas quizás huyendo de alguna vendetta, sea como fuere arribaron a Valparaíso a finales de 1939.
Las cosas no comenzaron bien, a los pocos meses de llegado murió su padre. Nicolino se vio obligado a convertirse en Nicolás y asumir como el sostén familiar. Extranjero, con problemas con el idioma, sin educación, todo parecía estar en contra. Debió comenzar por recoger los desechos de telas en las manufactureras textiles los que después vendía como “guaipe” o paños de limpieza, en algún momento descubrió que estas sobras de género podían volver a hilarse y se inició en la venta de carretelas de hilo a las costureras y sastres de Valparaíso.
Previo a cada giro en su relato el hombre decía con tono solemne “La necesidad es la que crea al órgano” y su historia parecía darle la razón. Luego de algunos años vendiendo y trabando amistad con los sastres porteños se adelantó a su época iniciándose en el outsourcing y contratando servicios externos terminó instalando la tienda más fina y exclusiva de corte y confección del Valparaíso de los años cincuenta. En las décadas siguientes incursionó en la venta de automóviles, la gastronomía y el negocio inmobiliario.
Comentando mi encuentro con otras personas supe que Nicolino llegó a ser dueño de una hacienda de varias miles de hectáreas y de un par de edificios en la zona más exclusiva de la Viña del Mar de la época. Incluso hasta el día de hoy uno de los más prestigiados restaurantes de comida italiana lleva su nombre.
Solo regresó a Sicilia en una ocasión a finales de los cincuenta a dejar flores en la tumba de su abuelo. La no despreciable fortuna que logró reunir es ahora administrada por sus nietos. Actualmente a sus ochenta y algo espera los días soleados para poder observar el mar sentado en lo alto de un mirador y ocasionalmente contar su historia de vida a algún desconocido.
Al momento de despedirnos comenzó a entonar quietamente el “O Sole mío” y finalizado agregó “es que los napolitanos somos así le cantamos al mar, al sol, a las flores, porque solo nos interesan las cosas simples”.
Nicolino ¿viejo loco o anciano sabio? Creo yo que una mezcla de ambos, pero decidan ustedes.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Horcón Eterno

Horcón es un pequeño poblado atrapado en el abrazo entre los cerros costeros y el Océano Pacífico, nunca mencionado en los folletos de las agencia de viajes, ignorado por el turismo masivo, congelado en el tiempo de la revolución de las flores, uno de aquellos lugares mágicos a los que siempre se desea volver y quizás esto último sea su mayor desgracia.
Hacia mediados del siglo pasado Horcón era una humilde caleta de pescadores artesanales sumidos en la cruda pobreza y prácticamente aislados debido a las dificultades de acceso; y hubiera seguido así de no ser descubierto a mediados de los sesenta por la versión chilena de los poetas beatnik que encontraron allí un lugar de retiro e inspiración, estos mismos años después convertidos en su mayoría en profesores universitarios trajeron a sus alumnos transformando al lugar en la capital del hipismo en Chile. Los pescadores miraron con simpatía que su caserío se llenará con la música de Joplin y Hendrick, las casas se vistieron de colores psicodélicos y las playas ocultas se convirtieron en el lugar ideal para la práctica del amor libre, así a mediados de los setenta en Horcón se entremezclaba la venta de los productos del mar con la comercialización de artesanía hippie. Entre los nuevos y antiguos habitantes de la caleta se creó una productiva simbiosis, los artesanos atraían a los visitantes que buscaban paz y amor y los pescadores se encargaban de alimentarlos en sus restaurantes, trato solemnemente sellado con el habitual trueque de pescados por pitillos de marihuana.
En los años ochenta Horcón fue el único sitio en Chile olvidado por los servicios de inteligencia del régimen militar quizás por considerar a sus habitantes unos pacifistas poco peligrosos. Fue en esta época que lo conocí. Solamente allí podía entonarse a viva voz al calor de una fogata canciones de los prohibidos Víctor Jara, Silvio Rodríguez o Jean Manuel Serrat sin que un piquete policial llevara detenidos a los concurrentes. Para visitarlo bastaban solo las ganas y una tienda de campaña pues siempre habría un vecino amable dispuesto a prestar su patio y compartir de su agua e incluso su comida. A pesar de que el olor a marihuana llenaba el ambiente y de que la venta de alcohol era la principal actividad económica puedo decir con certeza que la caleta era uno de los lugares más tranquilos y seguros en el cual se pudiera estar.
Llegaron los noventas y ya en democracia el lugar evolucionó en un refugio de hiphoperos y cultores del grunge que buscaban un sitio donde aislarse de la avasalladora invasión del pop.
Pero como es lógico suponer muchos de los hippies de los setenta, los contestatarios ochenteros y los alternativos de finales de siglo crecieron, abandonaron sus jeans gastados y sus camisas leñadoras y se convirtieron en médicos, abogados e ingenieros, pero nunca se olvidaron de Horcón y desearon volver, ahora con mayor poder adquisitivo y acostumbrados a otras comodidades, así las playas solitarias y las cimas de los requeríos se llenaron de edificios de altura y condominios privados.
Irónicamente en la playa Los Pelicanos ahora abundan los letreros de “Se prohíbe hacer fogatas” puestos allí por orden de los mismos que años atrás se amanecieron cantando al calor del fuego; los mismos que se aventuraron a descubrir playas inexploradas ahora niegan el acceso a las mismas; los mismo que un par de décadas atrás pidieron permiso a algún campesino para acampar en su terreno ahora llenan sus propiedades con rejas, alarmas y circuitos de vigilancia.
Quizás han querido en alguna medida proteger a la caleta del turismo invasivo pero al hacerlo han alterado su esencia, quizás la han querido salvaguardar de la delincuencia pero al hacerlo solo la han atraído porque para los amigos de lo ajeno si alguien convierte su casa en una fortaleza es porque algo de valor hay en ella, quizás han querido reservar el recuerdo de sus días de juventud idealista sólo para ellos y no están dispuestos a compartirlo con otros, quizás pueden haber muchos.
A la vuelta de los años lo único que ha permanecido inalterable en Horcón han sido sus habitantes originales: los pescadores, iguales en sus faenas, iguales en su miseria, iguales en su humildad, iguales en su cordialidad.