sábado, 18 de febrero de 2012

El Sonido del Viento

Revisando en mis archivos encontré esta fotografía. Obviamente recuerdo varios detalles de cómo y dónde fue tomada; recuerdo que me encontraba en medio del humedal del río Huasco en la costa de Atacama; recuerdo que era inicios de octubre y que había viajado a la zona a capturar imágenes del desierto florido; recuerdo que aquel día estaba particularmente nublado; recuerdo que llegué hasta una pequeña laguna en medio del humedal intentando fotografiar a una pareja de patos salvajes; pero lo que más recuerdo es el sonido de los totorales mecidos por el viento.
De la misma forma tengo atesorados los recuerdos de decenas de sonidos que marcaron mi infancia y adolescencia. Recuerdo el sonido del viento entre los trigales en la parcela de mi tío Moisés mientras paseaba junto a “la Marcela”, mi adorada prima de la que yo juraba estar enamorado; recuerdo el sonido de las ramas de los árboles arañando el techo de la casa de mi prima María Ruth los días de lluvia en los campos del Bio Bio; recuerdo el sonido de la madera crujiendo por las noches de verano en la casa donde viví mi infancia; recuerdo el sonido, usualmente imperceptible, del papel de un cigarrillo consumiéndose mientras los fumábamos junto al “Chino”, mi compañero de aventuras adolescentes, en la parcela de Colliguay donde nos arrancábamos de tanto en tanto; recuerdo el sonido de las olas en las playas de Horcón donde solíamos dormir a la intemperie junto a mis compañeros de liceo porque siempre olvidábamos llevar carpa… y así, sonidos, sonidos,…

En un mundo que ha decidido ocultar los sonidos detrás de los ruidos propios de la gran ciudad, los bocinazos, el avanzar del tren subterráneo, las retroexcavadoras, el tráfico incesante,… me pregunto cuales serán los sonidos que recordará mi hijo.

domingo, 12 de febrero de 2012

Patrimonio Vivo


Hace algunas semanas caminaba por las calles de Talca, una de las ciudades más devastadas por el terremoto del 27 de Febrero de 2010 (comentario aparte encuentro una siutiquería de aquellas referirse a la fecha como el 27/F), y me resulto inevitable detenerme a observar los avances del proceso de reconstrucción.
En una urbe donde más del 70% de su casco histórico se vio dañado en términos casi irrecuperables es lógico que se hayan contratado restauradores tan solo para los edificios más simbólicos en tanto el resto fue entregado a la voracidad de las palas mecánicas y las retro excavadoras. Es así como centenarias construcciones hechas con ladrillos de adobe y vigas de madera están siendo reemplazadas por modernos edificios de acero y concreto.
El daño al patrimonio arquitectónico, cultural y estético de la capital de Maule fue enorme, pero nadie puede erguirse contra las fuerzas de la naturaleza y también nadie puede discutir el que los talquinos se merecen un comercio, hospitales, instituciones y viviendas modernas, cómodas, seguras y por sobre todo asísmicas.

Pero qué ocurre con aquello que conocemos como “Patrimonio Humano”, como los pescadores artesanales de la Caleta Portales de Valparaíso, en la fotografía, declarados una década atrás Patrimonio Vivo e Inmaterial de la ciudad; y así como ellos los pirquineros de la pampa de atacama, los granjeros de la precordillera andina, los cargadores de la Vega central de Santiago, los campesinos de los valles centrales o los arrieros y ovejeros de la estepa patagónica.
Sin duda hace un par de décadas cualquier pescador se sentía sumamente orgulloso de que alguno de sus hijos, y ojalá todos, siguieran sus pasos. Pero en la actualidad frente a la misma situación ese orgullo es reemplazado por cierta cuota de tristeza y es que todo padre desea que su hijo tenga mejores oportunidades y no se vea eternamente esclavizado por los vaivenes del clima, de los cardúmenes de peces y del veleidoso público comprador.
El anhelo por un futuro mejor, no solo en términos económicos sin por sobre todo en calidad de vida, es un derecho, un aliciente, lo que nos hace levantarnos cada mañana, lo que nos da esperanzas y lo que más queremos legar a los nuestros.
En esa perspectiva, así como las antiguas casonas de Talca, muchos de nuestros oficios tradicionales están condenados, más tarde o más temprano, a la extinción, como ya ha ocurrió con deshollinadores de chimeneas y afiladores de cuchillos.
Es cierto que estos son nuestro Patrimonio Vivo, pero por lo mismo, como todo ser vivo, también tienen el derecho y la necesidad de algún día dejar de existir.

sábado, 4 de febrero de 2012

La Plaza de las Siete Fundaciones (Republicación del 25/06/09)



La escultura en la imagen, obra de Virginio Arias, representa a América y junto a otras tres representaciones también en mármol de Europa, Asia y África custodian las cuatro esquinas del espejo de agua que corona la plaza de armas de la ciudad de Angol. Esta plaza también es conocida como la Plaza de las Siete Fundaciones debido al mismo número de veces que la ciudad debió ser refundada, primero por los españoles y luego por el estado chileno, tras ser devastada por las constantes insurrecciones del pueblo mapuche araucano.
Angol es la puerta de entrada a la Araucanía y marcó por siglos la frontera entre el mundo occidental y el ancestral mundo indígena. Su posición geográfica la convirtió en el escenario permanente del conflicto entre los esfuerzos colonizadores y el deseo del originario pueblo mapuche por mantener incólume su territorio y su forma de vida.
Al referirnos a este conflicto solemos hablar con ligereza del “genocidio étnico y cultural cometido por el conquistador español”, pero se nos olvida, o preferimos olvidar, que en Latinoamérica las mayores masacres y vejámenes en contra de la población indígena se cometieron hasta avanzado el siglo XX cuando nuestros pueblos ya llevaban bastante tiempo independizados de la corona española.
La escena de una formación de caballería disparando sus rifles Winchester en contra de una pacífica y desarmada aldea indígena no es exclusiva de la conquista del oeste estadounidense, también tuvo lugar en el sur de Chile durante el proceso de “Pacificación de la Araucanía” liderado a finales del siglo XIX por el Coronel Cornelio Saavedra quien con cinismo en cierta ocasión declarara que la conquista de los territorios araucanos le costó más mosto que pólvora, debido a que compró con alcohol los favores de los caciques que no pudo exterminar.
Luego del accionar de Saavedra el pueblo mapuche al sur de Angol fue relegado a reservaciones indígenas y sus vastos territorios fueron repartidos entre el estado de Chile, los ricos hacendados capitalinos y un millar de colonos traídos desde Europa no solo para que explotaran los terrenos sangrientamente adquiridos sino que también para que una mayor cantidad de sangre “blanca” hiciera disminuir la marcada presencia de la ascendencia indígena en el creciente proceso de mestizaje que terminaría por definir nuestra identidad nacional. Esta burda suerte de manipulación genética fue también empleada como política de estado en Argentina y Brasil donde recibió el nombre de “Proceso de Blanqueamiento”. Más tarde con la revolución industrial la masa indígena pasó de ser mano de obra barata para las tareas agrícolas a mano de obra barata para la minería, la explotación del caucho o las nacientes manufactureras.
En las praderas norteamericanas, el altiplano andino o la Patagonia el choque cultural era inevitable y en cuanto a las consecuencias el daño ya está hecho, lo que queda es mirar hacia adelante y devolver a nuestros pueblos originarios su dignidad, pero cuidado que esa dignidad nunca será alcanzado manteniéndolos en el subdesarrollo y convirtiéndolos en un atractivo para los turistas. Tan vejatorio como perseguirlos en el pasado es convertirlos en especies de museos vivientes como pretenden algunos en el presente.
Los pueblos originarios, deben encontrar el justo balance entre valorar, preservar y transmitir sus formas de vida ancestrales a la vez de acceder a la salud, educación y tecnología propias del mundo actual. En tanto la sociedad latinoamericana en su conjunto debemos dignificar y valorar tanto a los colonos que cruzaron el atlántico para radicarse en nuestras tierras como a las etnias que las habitaban desde hace siglos, al fin y al cabo somos igualmente hijos mestizos de ambos.