lunes, 31 de agosto de 2009

Estático

“Esta debe ser la undécima o duodécima fotografía que me toman el día de hoy. Siempre es igual durante mis horas de guardia decenas de turistas y curiosos se paran frene a mi disparando sus cámaras o sus teléfonos celulares, ser fotografiado ya es casi un requerimiento de mi cargo.
Ser guardia del Palacio Presidencial es el más alto honor al que puede acceder un oficial de la policía uniformada, reservado exclusivamente para los alumnos más destacados de la Academia, una selección de lo mejor de lo mejor.
Esta tarea requiera una alta preparación física, pues no es fácil permanecer inmóvil y gallardo durante las largas horas de guardia, como también una férrea fortaleza mental, ya que nada nos puede distraer de nuestra misión y créanme que no es sencillo evitar seguir con la mirada a las hermosas muchachas que a diario se pasean frente a nosotros, incluso en una ocasión debí resistir estoico las decenas de huevos y tomates arrojados por un grupo de manifestantes opositores al Gobierno.
En ocasiones mientras cumplo mi guardia pienso en mis compañeros de Academia, en aquellos menos afortunados asignados a labores comunes y corrientes en la fuerza policial. Uno de mis mejores amigos en los años de formación fue herido intentando detener un asalto, a otro me pareció verlo en un noticiario como parte del grupo que desarticulo una red de pedofilia, de otro no supe por mucho tiempo y luego me enteré que se encontraba encubierto infiltrando una red de narcos, supe también de uno de los menos aventajadas que fue asignado a un puesto rural cerca de la frontera y que incluso ha tenido que atender un par de partos en su cuartel. Pero yo he sido llamado a tareas más nobles, mi destino es el ser Guardia del Palacio de Gobierno.”

A mi amigo el Capitán sin nombre y su adecuada percepción de sí mismo.

martes, 25 de agosto de 2009

El Barro, la Casa, las Manos y Algo Más

Hace algunas semanas a través de la barra lateral del blog de Ana Yalour (el que pueden visitar haciendo click aquí) pude acceder a un interesante reportaje y video documental con un titulo parecido al de este post sobre “Construcción Natural de Viviendas”, en otras palabras casas hechas con materiales provistos por la misma tierra tales como barro, arcilla, madera y paja, al igual que las viviendas de la fotografía ubicadas en el altiplano peruano.
La posibilidad de construir una vivienda con nuestras propias manos y con materiales de libre disposición natural resulta indudablemente interesante desde los puntos de vista económico, por el obvio abaratamiento de costos; arquitectónico, por las infinitas posibilidades de diseño; de pertenencia, por habitar algo absolutamente propio; pero creo que su mayor encanto está en desarrollar un tangible compromiso ecológico y contacto con la Madre Tierra o “Pachamama”, como es llamada por buena parte de las etnias sudamericanas. Quizás por lo mismo no es extraño que iniciativas de esta índole se hayan iniciado y proliferado en la localidad argentina de El Bolsón, suerte de capital hippie y ecologista del cono sur.
Lamentablemente lo poético y lo práctico, así como lo estético y lo funcional no necesariamente van de la mano y es un hecho obvio e innegable que vivimos en sociedades netamente urbanas con una alta concentración demográfica en donde escasean los metros cuadrados donde construir. En esa realidad las grandes metrópolis, desde la antigua Roma a la moderna Shanghái, tienen casi como única salida la construcción en altura obligándonos a enclaustrarnos en jaulas de concreto y acero varios metros sobre el nivel de la calle. Esa es la realidad, buena o mala, nos guste o no.
Espero, llegados los años en que deje la vida laboral activa, comprarme un paño de tierra a los pies de la cordillera o junto al mar y en este levantar con mis propias manos una casa hecha de madera rústica y ladrillos de adobe cocido en donde pueda estar en directo contacto con la naturaleza. En tanto ello ocurra deberé buscar maneras más efectivas, optimizando el consumo de energía, manejando mejor los desperdicios domiciliarios, privilegiando los envases reciclables, de manifestar mi compromiso con la Madre Tierra que bajo toneladas de concreto, acero, cañerías de cobre y redes eléctricas, sigue tan viva y latente como en aquellos lugares nunca pisados por el ser humano.

jueves, 20 de agosto de 2009

Niña de Amantani (Republicación del 15/05)

No sé su nombre, tampoco qué estará haciendo en estos momentos o si seguirá viviendo en la lejana isla donde tomé esta fotografía, solo sé bien que hasta el día de hoy me cautiva esa enigmática sonrisa que apareció tan solo al decirle "¿te puedo tomar una foto?".
Fue en Febrero de 2008 que con mi hijo decidimos viajar a conocer el Lago Titicaca, maravilla natural enclavada en pleno altiplano andino compartida por Perú y Bolivia. Entre el ir y venir de la travesía fue que arribamos luego de un par de horas de navegación desde la ciudad puerto de Puno a la isla de Amantani, la más grande del Lago Titicaca peruano, hasta entonces un lugar del que solo había leído algunos relatos vagos en una que otra página de internet.
Llegamos en compañía de un grupo de turistas, en su mayoría europeos, y fuimos recibidos en el embarcadero de la isla por una delegación de su comunidad. En Amantani no existen hoteles, tampoco restaurantes, así que los visitantes son hospedados por los mismos comuneros de origen quechua en sus humildes casa hechas en su mayoría de adobe, esto aparentemente brinda la oportunidad única de compartir un día en la típica vida de los amantaninos pero como estos son extremadamente tímidos y reservados las conversaciones no son muy profusas y él día de permanencia en la isla se encuentra cargado de actividades organizadas para los turistas por la comunidad, tales como ver el atardecer desde los alto del monte Llacastiti donde se encuentra un altar a Pachatata, deidad masculina de la tierra, o participar de una colorida fiesta folklórica en la sede comunitaria.
No fue hasta nuestro segundo día en la isla, a la hora del desayuno previo a partir de regreso al embarcadero para continuar viaje rumbo a la vecina isla de Taquile, que me di cuenta que la casa en la que habíamos alojado era habitada por una numerosa familia y no tan solo por Jacqueline, la comunera que había oficiado de anfitriona. Además de ella vivía allí su anciano padre, su esposo, un par de mujeres más y un grupo de infantes, entre ellos la pequeña de la fotografía.
Ha pasado más de un año desde aquello y cada vez que observo esta foto me cuestiono el no haber conversado más con ellos, el no haber sabido quienes eran en realidad, el no haber preguntado sus nombres. Cuantas personas se nos cruzan a diario, y en algunos casos en forma constante, en nuestro camino y no sabemos nada de ellas, el chofer del taxi colectivo que tomamos cada mañana, la cajera del autoservicio donde compramos el cappuccino al medio día, los profesores de nuestros hijos, la secretaria de la consulta médica y un sin fin de gentes que siempre están allí, cuyos rostros forman parte de nuestras vivencias, pero de las cuales sencillamente no sabemos nada, ni siquiera como se llaman.
Esta foto me recuerda cada día al menos averiguar el nombre de quienes se cruzan en mi camino. No hay nada más agradable que el que alguien se dirija a nosotros por nuestro nombre, es el primer elemento que nos identifica y una de las cosas que nos hace únicos e irrepetibles.
En mi trabajo llevó una placa con mi nombre escrito y es en extremo placentero cuando algún cliente me dice "Luis puede usted ayudarme...", en lugar de un distante "señor" o "caballero".
Espero algún día regresar a Puno en el altiplano andino, navegar dos horas por el Lago Titicaca hasta llegar al embarcadero de Sancayuni en la isla de Amantani, subir por sus sinuosos caminos hasta un conjunto de casas al pie del monte Llacastiti y encontrar nuevamente el hogar de Jacqueline tan solo para preguntarle "¿Cual es el nombre de tu hija?".

sábado, 15 de agosto de 2009

Las Sombras de Antuco

Cada atardecer de estío el caudaloso río Bío Bío se tiñe de múltiples matices índigos que contrastan con el profundo verdor de los valles que atraviesa en su largo camino desde los macizos andinos al Océano Pacífico. En el horizonte la cordillera se pinta de negro en tanto sus altas cumbres despuntan en tonos fucsias y purpúreos, entre estas destaca la espectral silueta del volcán Antuco, tristemente grabado a fuego, o más bien a hielo, en la memoria colectiva del Chile contemporáneo.
El 18 de abril del año 2005 un par de centenares de jóvenes de no más de diecinueve años entraron por las custodiadas puertas del Regimiento Reforzado de la ciudad de Los Ángeles para cumplir con su Servicio Militar Obligatorio, aunque de obligatorio poco porque en su mayoría eran muchachos de condición humilde que se presentaron como voluntarios buscando encontrar en el ejército un sueldo digno cada fin de mes, beneficios en educación y salud, y en resumen una mejor calidad de vida que la que se pudiera esperar en el duro vivir de campesinos al que parecían estar destinados.
Exactamente un mes después se encuentran a punto de finalizar su período de entrenamiento que culminará con la ceremonia de juramento a la bandera luego de la cual serán asignados a sus reparticiones definitivas donde servirán por un año y de hacerlo en forma destacada se les ofrecerá la posibilidad de contratarse como funcionario de planta del ejército. Pero aún falta un obstáculo, una dura campaña de varios días en plena cordillera en donde deberán poner en práctica todo lo que sus instructores les han enseñado.
A pesar de lo duro que pueden ser los juegos de guerra la campaña se ha llevado a cabo sin contratiempos y de acuerdo a la planificación previa, los jóvenes conscriptos han demostrado su bravura y los oficiales se encuentran satisfechos con los resultados de su entrenamiento, sólo queda una sencilla y final marcha de algunos kilómetros por la ladera norte del volcán Antuco, un verdadero juego de niños para estos ya recios hombres. Sin embargo la madrugada previa la cumbre del macizo montañoso se cubrió de nubes sombrías que al ojo experto hacían recomendable más prudencia que excesiva confianza y por sobre todo más humildad que altanería.
Un tozudo Coronel que por desgracia comandaba al batallón en campaña desestimó las aprensiones de los arrieros de la zona, “Qué han de saber más que yo estos campesinos cuidadores de ovejas, no en vano estudié y me perfeccioné en las mejores academias militares del continente” debió haberse dicho; tampoco escuchó los consejos de sus experimentados sargentos, “Aún no entiende esta gente que las decisiones aquí las tomo yo, por algo ellos son sargentos y yo soy Coronel” debió haberse dicho; hizo oídos sordos a los temores de sus jóvenes oficiales, “Estos tenientes deben aprender a gobernar a sus soldados y a no demostrar miedo, menos a unas cuantas nubes” debió haberse dicho; ni siquiera presto importancia a los informes meteorológicos, “Un poco de viento y algunos copos de nieve no dañará a los conscriptos, a fin de cuentas se han entrenado para ser bravos soldados y no excursionistas de fin de semana”, debió haberse dicho; y aunque no había ningún apremiante, tenían provisiones para varias semanas en el refugio donde se encontraban acantonados, y aunque era solo un entrenamiento pues no estábamos en guerra, de hecho la última batalla librada por nuestro ejército fue hace más de un siglo, y aunque la ceremonia de juramento a la bandera podía aplazarse perfectamente un par de días, una hora después del amanecer con voz clara y firme dio la orden de marchar.
Aún si fueran ciertas las creencias de los indígenas de la zona de que un traicionero espíritu habita en las profundidades de cada volcán el paso de un centenar de hombres no sería suficiente para despertarlo, la naturaleza no es cruel ni benigna sencillamente cumple con su ciclo: calor en verano frío en invierno.
Pasada una hora de marcha y faltando otras cuatro para llegar a destino la suave llovizna se transformó en viento blanco, la más temida de la ventiscas y aquella con la que ninguno de los que conocemos de montaña quisiéramos encontrarnos. La nieve cae copiosamente alcanzando en minutos un par de metros sobre el suelo, la visibilidad se reduce al mínimo imaginable, el silbido del viento ahoga todo sonido que pueda servir de orientación, la temperatura baja súbitamente varios grados bajo cero, la hipotermia hace el resto.
Se debió esperar hasta los deshielos primaverales varios meses después para encontrar el último de los cuarenta y cinco cuerpos que terminaron cubiertos por más de siete metros de nieve, cuarenta y cinco ataúdes cubiertos con la bandera nacional y enterrados con honores militares, cuarenta y cinco niños soldados que sólo siguieron órdenes confiados en la sabiduría de la superioridad de mando.
Se le ha querido llamar los “Héroes de Antuco”, pero héroe es quien expone su vida por una noble causa, por un bien superior, por el bienestar de otros, para mí son tan sólo las “víctimas”, no del volcán Antuco que ninguna culpa tiene en esto sino las víctimas de un hombre que creyó que poseía la razón absoluta y que sus órdenes debían ser tan sólo obedecidas y nunca cuestionadas.
El nombre del Coronel… ¿Realmente vale la pena recordarlo?

lunes, 10 de agosto de 2009

Guachacas del Liberty

Como muchas cosas en la vida esta fotografía no fue gratuita, a cambio de posar para ella estos parroquianos del Liberty, el más antiguo de los bares de “mala muerte” en Valparaíso, me exigieron invitarles los que seguramente eran a esa altura los undécimos vasos de pipeño, un vino blanco de extremo dulzor y bastante embriagador, que se tomaban en el día a la vez de acompañarlos algunos minutos en su amena conversación. Ambos, personas humildes, inocentes pero astutos, algo sino bastante dados a la bebida, sin rumbo fijo, amantes del tango y el bolero, bohemios de bajo presupuesto, corresponden a la perfección a lo que en Chile denominamos coloquialmente “Guachaca”.
Es interesante detenerse en la evolución que el término ha tenido en el tiempo. Derivado del quechua huajcha kay = ser pobre, era la forma en que los incas denominaban como es lógico suponer a las clases menos acomodadas, luego avanzada la modernidad el alcoholismo se convirtió en el principal problema social en los sectores marginales por los que el término fue heredado por los amigos de la bebida, finalmente hacia los años de represión durante la dictadura militar en Chile los intelectuales de izquierda hicieron de los clandestinos antros de venta de alcohol sus lugares de reunión transformándolos en refugio del libre pensamiento que combinado con el permanente ambiente de celebración que las copas de más suelen provocar terminó por constituir lo que hoy en mi país es la bohemia popular también llamada “Cultura Guachaca”.
Bastante se ha escrito del asunto, han surgido infinidad de defensores y detractores, más de algún sociólogo ha tratado de analizarlos, entenderlos y clasificarlos. Para muchos el Guachaca es aquel que con una botella de vino, dos vasos y una buena conversación es capaz de arreglar el mundo. Otros los consideran los legítimos herederos de la revolución francesa pues sus ideales se resumen en Libertad, Igualdad y Fraternidad, en tanto para otros es una forma de vida decadente, carente de ambición y en algunos casos bastante autodestructiva.
Personalmente, y obviando lo que respecta a los excesos con la bebida, me quedó con la forma en la que el cantor popular, poeta y renombrado guachaca Dióscoro Rojas los define: “los guachacas somos sencillamente almas humildes que sólo anhelamos tres cosas en la vida para ser felices: una mujer a la que amar, un amigo al que abrazar y una casa que pintar cada primavera”. Visto desde ese punto de vista soy un guachaca por esencia.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Cuestión de Compañía

A pesar de vivir a pocos minutos del litoral mi concepto de sol, arena y mar nunca ha sido la de cientos de perfectos cuerpos bien moldeados bronceándose cual pollo al espiedo o jugando paleta entre miles de toallas multicolores. Más bien prefiero aquellas playas un tanto alejadas y por lo mismo solitarias donde es posible caminar tranquilamente junto al reventar de las olas al igual que lo hace la mujer de la fotografía jugando distraídamente con su mascota, una imagen que se ha vuelto cada vez más cotidiana y que en buena medida ha reemplazado la clásica postal romántica de una pareja tomada de la mano observando el atardecer.
Recuerdo que mis padres y los padres de mis amigos solía ser los terceros o cuartos de siete hermanos, originarios de familias que habitaban amplias casas que los días domingos se llenaban con la verdadera multitud conformada por el clan familiar. Mis contemporáneos y quien les escribe frecuentemente fuimos el primogénito o segundo de no más de tres hermanos viviendo en casas de tres dormitorios con jardín y patio donde cada fin de semana se celebraba asando carnes o tomando el té acompañado con bizcochuelos. En tanto mi hijo y los hijos de mis amigos usualmente son el único hijo o a lo sumo el mayor de dos hermanos, que viven lunes a viernes con uno de sus padres y los fines de semana junto al otro, separados hace tiempo, en pequeños apartamentos de un par de ambientes.
El concepto de familia indudablemente ha ido cambiando, lo que no es una crítica sino la constatación de un hecho concreto quizás incluso necesario para ajustarse a los requerimientos de la vida moderna, así que mejor digamos que ha ido evolucionando. Creo que el matrimonio hasta que la muerte nos separe fue una empresa medianamente sencilla de realizar en el Medievo cuando las expectativas de vida no superaban los cuarenta años y cuando las mujeres aceptaban estoicamente los maltratos y las infidelidades como si al igual que la menstruación fueran una condición propia de su género.
A matrimonios de corto plazo y la hoy legítima opción de criar los hijos desde la soltería debemos agregar la realidad de muchachos que maduran, para bien o para mal, mucho antes y que por lo tanto cada vez más jóvenes dejan el nido paterno en busca de sus propios horizontes, a lo anterior se contraponen padres cada día más longevos y activos incluso avanzada la tercera edad lo que contribuye a que los años en que la soledad es la principal compañía sean paulatinamente los más.
El explosivo crecimiento de la industria de alimento para perros y gatos, así como el surgimiento de las hasta hace poco tiempo impensadas peluquerías, clínicas, cementerios e incluso spas para mascotas dan cuenta de que en los tiempos que corren de alguna forma un can juguetón o un tierno felino han pasado para muchos a entregar la compañía perdida desde que aquel hijo mayor se marchó a estudiar al extranjero, la fidelidad que no pudo ser conservada por la antigua pareja o las caricias que el menor de los niños una vez llegada la adolescencia dejó de dar y recibir.
Las playas, antiguo refugio de jóvenes enamorados, y los parques, lugar del paseo familiar dominguero, han pasado a ser ocupados por hombres y mujeres acompañados de sus fieles canes con quienes comparten los atardeceres estivales, la caída de las hojas en otoño o las sonrientes mañanas de septiembre. Y es que, aunque nos cueste reconocerlo, a pesar de nuestro creciente individualismo, a pesar de que creamos en algún momento no necesitar a nadie más en el mundo, a pesar de que incluso en determinadas épocas añoremos nuestra soledad, en realidad no estamos hechos ni capacitados para estar solos y nadie en el fondo es tan lobo estepario como cree serlo.
Anhelo enormemente que mi hijo, que ya suma quince años, algún día previo estudio, trabajo y esfuerzo alcance su independencia, corte el cordón umbilical y encuentre su propio camino. Pero como sé que ese día llegará mucho más pronto de lo que espero tal vez sea buena idea ponerme a pensar que será mejor: un labrador retriever, un dogo alemán, un fox terrier o un simple pero fiel perro callejero, ¿Con cuál se quedarían ustedes?