jueves, 30 de septiembre de 2010

La Chupilca del Diablo

El “Morro”, un peñón rocoso de un poco más de cien metros de alto, es el emblema de la ciudad de Arica y escenario de una de las principales batallas de la Guerra del Pacífico que enfrentó a los países hermanos de Chile y Perú a finales del siglo XIX.
Hasta 1880 Arica se encontraba bajo soberanía peruana. A principios de Junio de aquel año el ejército chileno cercó la ciudad obligando a las fuerzas defensoras a acantonarse en lo alto del morro. De acuerdo a las crónicas de la época el día 7 de Junio el Regimiento 4to de Línea efectuó el asalto final y luego de tan solo 55 minutos de iniciarse el combate las tropas chilenas lograron hacerse de la cima arriando para siempre la bandera del Perú y puedo señalar que de ser exactos los reportes lo anterior constituye toda una hazaña porque cualquier visitante vestido cómodamente y debidamente hidratado demora al menos media hora en alcanzar la cumbre, por lo que hacerlo en tan poco tiempo cargado con el equipamiento de batalla y en medio del fragor del combate justifica el orgullo del ejército nacional que hasta hoy celebra la fecha como el día de las Glorias de la Infantería.
Lo que la historia usualmente no señala, o prefiere omitir, es que los soldados del 4to de Línea y demases regimientos chilenos solían prepararse para la batalla bebiendo la “Chupilca del Diablo”, un brebaje en donde se mezclaba aguardiente destilada en los mismos cañones militares con pólvora negra y que según lo relatado en el libro “Adiós al Séptimo de Línea” sumía a los combatientes en un potentísimo estado de euforia que los hacía capaces de realizar las hazañas más impensadas aún a riesgo de sus vidas.
Prácticas como las descritas parecen no ser tan extemporáneas porque se encuentra de sobra documentado y denunciado que en las interminables guerras tribales que actualmente tienen lugar en África se obliga a los niños soldados a inhalar cocaína mezclada con pólvora para hacerlos más fieros y dispuestos a la batalla.
Pero más allá de lo ocurrido en guerras centenarias o las atrocidades de los conflictos africanos el uso de estimulantes pro resultados no se limita a los campos de batalla. Hace poco tuve ocasión de ver un reportaje a algunas de las glorias del fisiculturismo latinoamericano y cada uno de los entrevistados admitía sin culpa haber usado toda clase de anabólicos, esteroides e incluso hormonas de uso veterinario para poder conseguir un potente tono muscular. De acuerdo a lo que señalaban sin las “inyecciones” era absolutamente imposible alcanzar un nivel competitivo de rango internacional (hay que recordar que el fisiculturismo no está considerado un deporte olímpico por lo que en él no existen controles anti dopaje).
Todo lo anterior resulta extremo, vergonzoso y condenable, a fin de cuentas el fin no puede justificar los medios. Pero en nuestras sociedades modernas ¿cuántas mujeres (y hombres) se mantienen delgadas mediante el uso indiscriminado de sibutramina? ¿cuántos profesionales soportan extensas jornadas de trabajo con altos estándares de productividad mediante el consumo de efedrina o algún otro estimulante? ¿cuántos estudiantes mejoran su concentración previa a un examen mediante el uso de ravotril o algún otro ansiolítico?
Queramos reconocerlo o no vivimos en un mundo en donde el fin si justifica los medios y en donde lamentablemente estamos dispuestos a si es necesario hacer alguna trampa, no a los demás sino sobre todo a nosotros mismos, con tal de alcanzar determinadas metas.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Un Alto en la Jornada

Hace unos diez años tuve la oportunidad de trabajar por algunos meses junto a José Luis, un tipo bastante simpático y bonachón que tenía la particularidad de que después de almorzar le bastaba sentarse en cualquier lugar, cruzar los brazos, cerrar los ojos y bajar la cabeza para dormirse profundamente. Luego de diez o veinte minutos despertaba y continuaba con sus labores con la energía de quien ha bebido media docena de expresos y el relajo de quien viene saliendo de un baño de tina.
Supongo que el anciano de la fotografía es similar a José Luis. De seguro para él unos minutos de sueño a media tarde son más valiosos que las mandarinas y nectarines que vende en una transitada esquina de Valparaíso.
Descanso versus productividad parece ser la disyuntiva de muchos en nuestra sociedad moderna. Pero creo que son más productivas dos horas de trabajo luego de un buen descanso que un día entero de labores sumido en el agotamiento.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Hijos de la Mar

Don Alipio es todo un lobo de mar, hijo y nieto de pescadores, incluso suele mencionar que uno de sus ancestros participó en la captura de Mocha Dick, la gigantesca ballena blanca que hizo naufragar a decenas de barcas en estos lares a principios del siglo XIX y en la que se inspiró Melville para escribir su célebre novela. Sus mayores orgullos son sus dos Lucías, una es su esposa y la otra es su lancha pesquera de la cual es el patrón. Su sobrino y navegante es Ramón, sirvió en la naval por un par de años para luego estudiar en la escuela de tripulantes y trabaja con su tío sólo con el objeto de acumular las horas de navegación que un día le permitan comandar uno de los enormes pesqueros escandinavos con los que suelen toparse mar adentro.
El resto de la tripulación lo componen don Marcelo, amigo de infancia de don Alipio y ligado a este por una complicada red de compadrazgos, trabajó casi toda su vida bajo tierra en los yacimientos carboníferos y sólo se lanzó al mar como una forma de mantener a su familia cuando estos cerraron; Ramiro, un gordo enorme que cada vez que pisa tierra gasta todo lo ganado en el prostíbulo del pueblo; Leonel el “Indio”, un mapuche lafkenche de rostro áspero, mediana estatura y cuerpo fornido; Willy el “Alemán”, descendiente de los primeros colones germanos llegados a la zona quien para disgusto de su familia se unió al movimiento hippie en los setentas y tras verse sin estudios y sin heredad no tuvo otra opción que dedicarse al oficio de pescador; y finalmente Manuel, el más misterioso de todos, sencillamente apareció un día en el pueblo, nunca habla de su pasado ni de donde proviene, se rehúsa casi con violencia a desembarcar en los puertos del norte y es hábil como nadie con el cuchillo por lo que sus compañeros suponen que debe estar huyendo de algún conflicto con la ley.
Aunque diversos en sus edades, educación e intereses, forman una pequeña familia, una cofradía de camaradas que se interna por semanas a cientos de kilómetros de la costa en busca de los ansiados jureles, reinetas, róbalos y sierras. Poco importan las largas ausencias, poco importan los vientos amenazantes, poco importan las gigantescas olas, don Alipio posee una suerte de intuición que le permite predecir el mal tiempo lo que siempre los ha mantenido a salvo, aunque…
Han pasado ya cinco días desde que terminó el temporal. En el casino de pescadores de la localidad la señora Lucía, quien en tantas ocasiones había acompañado las tristes esperas de sus vecinas que de alguna forma sabía que tarde o temprano llegaría su turno de ser acompañada, sostiene un rosario en su mano derecha mientras con la izquierda abraza a Camila, la novia de Ramón con quien iba a casarse en dos meses. A su lado doña Eliana, esposa de don Marcelo, contempla desconsolada el océano preguntándose porque tantas veces su viejo salvó de los derrumbes en la mina para ahora perderse en las profundidades marinas. Tras ellas la madame del prostíbulo y dos de sus chicas cumplen con hacer presencia por el infortunado Ramiro, cabe destacar que una de las muchachas de verdad había llegado a querer al gordo. Al fondo del galpón Nora, la mujer del “Indio”, consuela a sus dos pequeños hijos, hablándoles en lengua mapuche les dice que no se preocupen porque cuando un lafkenche se pierde en las aguas su alma se une al séquito del espíritu que mora en lo profundo y este como pago siempre proveerá de alimento, buenos peces y abundancia de mariscos, a su familia por lo que de ahora en adelante ellos serán hijos de la mar. En el corredor que conduce al embarcadero dos hombres, hermanos de Willy, fuman incesantemente, por ellos las mujeres supieron que el desdichado en realidad se llamaba Wilfred Von Körtwick y entendieron porque para sus esposos era más sencillo tratarlo simplemente como el “Alemán”.
Diez minutos después que un cortés teniente de la Naval les informara que los guardacostas habían cesado la búsqueda un lujoso auto se estacionó frente al lugar. Una mujer rubia, hermosa y elegante, descendió del asiento trasero del vehículo vestida entera de negro y con uno enormes anteojos oscuros cubriendo su rostro. Las mujeres alcanzaron a oír que preguntaba al oficial por la suerte de Manuel y por fin entendieron que no era de la ley sino que de un mal de amores de lo que huía aquel misterioso hombre.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Rumbo a la Niñez

Hace algunas semanas en un programa de televisión escuche a un reconocido sibarita y somellier decir que: “los veinteañeros no beben vino porque sencillamente no saben lo que es bueno, en tanto los treintones comienzan a beberlo porque creen que es bueno, sin embargo ya en los cuarenta saboreas el vino porque de frentón ya sabes lo que es bueno”. Más allá de las consideraciones enológicas de un tiempo a esta parte he prestado particular atención a todas aquellas frases que presentan a los cuarentas como la mejor edad de la vida. De seguro debe ser porque en dos años más, a menos que los mayas tengan razón, cumpliré mi cuarta década.
Por otra parte la imagen que encabeza esta entrada, luego de ser retocada con más de un software de edición fotográfica, me recuerda aquellas viejas fotos sacadas por mi madre cuando yo era un niño y que de tanto en tanto revisito en los varios álbumes guardados en el ático sumergiéndome en los recuerdos de casi olvidados cumpleaños, paseos por la playa e interminables tardes de juego en el campo de mis abuelos.
El punto que une ambos pensamientos anteriores es que si bien estoy de acuerdo con que lo cuarentas pueden ser los mejores años por vivir, mal que mal ya se han dejado atrás buena parte de las inseguridades juveniles, se tiene una visión más centrada y equilibrada de quien realmente es uno mismo, se ha aprendido a perdonar y a perdonarse, pero a la vez aún se tiene el tiempo suficiente para enmendar el camino de ser necesario, aún hay fuerzas para subir una montaña y todavía queda mucho por descubrir; y aunque en muchos aspectos me siento más maduro, más confiado y más seguro de mi mismo, hay una parte muy en lo profundo que no quiere dejar de sentirse un niño.
No quiero dejar de silbar mientras camino con las manos en los bolsillos, no quiero dejar de dormirme sobre la alfombra cuando alguien acaricia mi cabeza, no quiero dejar de acostarme con los calcetines puestos para después sacármelos con los dedos de los pies, y por sobre todo no quiero dejar de preguntarme a cada instante ¿Por qué?

viernes, 10 de septiembre de 2010

Romanticismo (Republicación del 27/05/09)

Esta foto me recuerda el típico cuadro adornado con versos de Neruda que luego de comprarlo en alguna feria solíamos regalar a alguna novia de secundaria y que hoy, en plena época de Internet, se envían vía correo electrónico en formato Power Point.
Claro que el típico cuadro romántico a diferencia de la foto superior es protagonizado por apuestos jóvenes sacados de algún capítulo de Baywatch. Y es que nuestra iconografía contemporánea está marcada por estereotipos de cuerpos juveniles, perfectamente tonificados, de narices respingadas, cabellos rubios y piel tersa, en resumen verdaderas estatuas griegas vivientes, dejando de lado y llevando al extremo de grotesco y despreciable todo aquello que no calce con este perfecto patrón de apariencia. No se confundan, no tengo nada contra quienes cuidan de su apariencia física por el contrario lo aplaudo, en especial al considerar que la obesidad se ha vuelto una enfermedad crónica de la cultura occidental rica en comida de bajo valor nutritivo y con poco tiempo disponible para realizar actividades físicas. Pero el sano deseo de mantenerse en forma y la innegable admiración por un cuerpo atlético no nos puede volver incapaces de notar la inmensa belleza igual presente en quienes no cumplen con el 90-60-90 (mujeres) o las espaldas anchas y vientre plano (hombres), en especial porque estos “imperfectos” somos la inmensa mayoría de la población planetaria.
El aprender a encontrar la belleza en las personas comunes y corrientes nos ayuda a aceptarnos y querernos a nosotros mismos, tipos también comunes y corrientes por lo consiguiente igualmente bellos. Encontrar hermosura solo en los estereotipos de revista de modelaje nos esclaviza a intentar, quizás inútilmente, alcanzar ese supuesto grado de perfección o vivir permanentemente inconformes y avergonzados de nuestro par de kilos de más o nuestras piernas muy delgadas o nuestro busto pequeño o cualquier cosa que nos impida algún día desfilar en Milán.
Esta pareja de “gorditos” caminando al atardecer por las suaves arenas del balneario de Reñaca junto a una quizás inútil caña de pescar son una verdadera postal de romanticismo y hermosura.

domingo, 5 de septiembre de 2010

La Avenida de los Colores

Una de las maravillas que se nos regala cotidianamente son los cambios de temporada, cuestión que fue magníficamente expuesta por el genio de Vivaldi en su obra “Las Cuatro Estaciones”, una de las cumbres del barroco. “Presto” para el verano, “Adagio” para el otoño, “Allegro Non Molto” para el invierno y “Allegro Vivace” para la primavera.
Si la tarea me hubiera sido encomendada, cual DJ estacional, hubiera programado “A Hard Day’s Night” de The Beatles para el verano, “Everyday Is Like a Sunday” de Morrisey para el otoño, “Uninvited” de Alanis Morissette para el invierno y “Beautiful Day” de U2 para la primavera.
Pero lo mío es la fotografía, los colores, las sombras y las imágenes. Entonces el verano se me mueve entre todos los matices del naranja hasta el rojo sandía, infinidad de atardeceres junto al mar, trigales y frutos maduros; el otoño me va entre el ocre y el dorado, la luz pálida del sol a media tarde, las hojas de los árboles mecidas por la brisa y las gotas de la primera lluvia tras los cristales; el invierno me resulta en blanco y negro, no por ello menos cautivante, la noche eterna, las nevadas cumbres de Los Andes y la furia del Pacífico azotando la costanera; pero la primavera me es completamente radiante y multicolor, niños jugando en las calles y cometas al viento, es entonces que no me resisto a levantarme temprano e ir a capturar imágenes de las coloridas casas del Cerro Alegre en el corazón de Valparaíso iluminadas por el sol matutino.