Diciembre de 2008 y como cada fin de año Valparaíso se llena con los colores de los Carnavales Culturales, tres días en los que en los espacios públicos de la ciudad se suceden muestras de danza, conciertos musicales de toda índole, obras teatrales y toda suerte de manifestación cultural y artística. El punto culmine tiene lugar el domingo previo al año nuevo con la realización del Pasacalles, un gigantesco desfile de batucadas, marionetas gigantes, compañías de teatro y danzantes, así como también juntas de vecinos y humildes agrupaciones comunales como la de la mujer de la fotografía que al igual que sus compañeras preparó por semanas su traje tan sólo para bailar algunas horas por las calles porteñas llenando de color a este puerto gris.
No entiendo porque el arte y la cultura son considerados patrimonio exclusivo de una élite, quizás porque por un fin de preservación las grandes obras artísticas han sido recluidas al interior de los museos o porque lamentablemente el costo de la literatura tiende a ser excluyente al igual que el acceso a las presentaciones de música clásica, ópera y ballet por mencionar algunas formas culturales. Pero también es un hecho que quienes forman parte del llamado “mundo del arte y la cultura” suelen mirar con ciertos aires de superioridad al común de los mortales, como si el vulgo no fuera capaz de comprender las metáforas del género lírico, indigno de descubrir los matices de la pintura contemporánea e incapaces de percibir la profundidad en los guiones del sobrevalorado cine europeo.
Nombre como los de Matta, Galeano, Benedetti, Warholl, Furosawa o Verdi deben estar vedados a las grandes masas o si no se harían populares y la élite intelectual detesta todo aquello que suene, huela o parezca masivo. Para los plebeyos están el poema 20 de Neruda, los libros de Stephen King, los conciertos gratuitos de Morricconne y los DVDs con comentarios del director de Tarantino.
Celebro que aunque sea por tres días una ciudad se llené de cultura y que a esta tengan acceso las dueñas de casas, los obreros, los estudiantes y quien quiera conocerla. Ojalá hubiera permanente acceso gratuito a las galerías de arte y salas de teatro (sé que es imposible por una cuestión de costos), se hicieran más conciertos líricos en espacios públicos y los lugares donde se almacena el patrimonio cultural dejaran de ser hostiles y grises edificios de aire victoriano (para un niño de ocho años el exterior de una biblioteca o un museo es lo más cercano que pueda haber a una mansión embrujada).
Con una mueca de dolor y repugnancia la élite cultural debe reconocer que las obras magistrales de los más grandes escritores, pintores, poetas, músicos y dramaturgos usualmente tuvieron su inicio en la sucia servilleta de un bar bohemio, entre las sábanas de un burdel clandestino o en la pequeña habitación de un edificio comunitario en medio de algún getto de inmigrantes.
El arte y la cultura son patrimonio de sus pueblos y no derecho de algunos pocos, por lo mismo deben ser celebrados en forma masiva, desbordante, carnavalesca, desenfrenada y creativa, aunque algunos lo encuentren “de pésimo gusto”.
No entiendo porque el arte y la cultura son considerados patrimonio exclusivo de una élite, quizás porque por un fin de preservación las grandes obras artísticas han sido recluidas al interior de los museos o porque lamentablemente el costo de la literatura tiende a ser excluyente al igual que el acceso a las presentaciones de música clásica, ópera y ballet por mencionar algunas formas culturales. Pero también es un hecho que quienes forman parte del llamado “mundo del arte y la cultura” suelen mirar con ciertos aires de superioridad al común de los mortales, como si el vulgo no fuera capaz de comprender las metáforas del género lírico, indigno de descubrir los matices de la pintura contemporánea e incapaces de percibir la profundidad en los guiones del sobrevalorado cine europeo.
Nombre como los de Matta, Galeano, Benedetti, Warholl, Furosawa o Verdi deben estar vedados a las grandes masas o si no se harían populares y la élite intelectual detesta todo aquello que suene, huela o parezca masivo. Para los plebeyos están el poema 20 de Neruda, los libros de Stephen King, los conciertos gratuitos de Morricconne y los DVDs con comentarios del director de Tarantino.
Celebro que aunque sea por tres días una ciudad se llené de cultura y que a esta tengan acceso las dueñas de casas, los obreros, los estudiantes y quien quiera conocerla. Ojalá hubiera permanente acceso gratuito a las galerías de arte y salas de teatro (sé que es imposible por una cuestión de costos), se hicieran más conciertos líricos en espacios públicos y los lugares donde se almacena el patrimonio cultural dejaran de ser hostiles y grises edificios de aire victoriano (para un niño de ocho años el exterior de una biblioteca o un museo es lo más cercano que pueda haber a una mansión embrujada).
Con una mueca de dolor y repugnancia la élite cultural debe reconocer que las obras magistrales de los más grandes escritores, pintores, poetas, músicos y dramaturgos usualmente tuvieron su inicio en la sucia servilleta de un bar bohemio, entre las sábanas de un burdel clandestino o en la pequeña habitación de un edificio comunitario en medio de algún getto de inmigrantes.
El arte y la cultura son patrimonio de sus pueblos y no derecho de algunos pocos, por lo mismo deben ser celebrados en forma masiva, desbordante, carnavalesca, desenfrenada y creativa, aunque algunos lo encuentren “de pésimo gusto”.
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