sábado, 10 de enero de 2015

Mujer del Itaguayo

Amanda dedica varias horas del día a tejer hojas de palma. Se acercan el monzón y el actual techo de su choza, reseco por el calor, no resistirá las fuertes lluvias así que debe reemplazarlos. 
Cuando no está en eso se dedica al huerto familiar de maíz, yuca y camote, indispensable en una economía de auto subsistencia, y a atender a sus animales atenta a cualquier alboroto en el pequeño gallinero que usualmente significa que alguna boa verde intenta robarse los huevos. 
Su esposo pasa buena parte del día pescando en el río o guiando al interior de la selva a algún turista gringo que sueña con encontrarse cara a cara con una anaconda o un ocelete. 
Una vez por semana tiene el turno de ir a dejar a los niños de la aldea a la escuela a dos horas de navegación por el Itaguayo en el caserío de Quebrada Blanca. 
Amanda es una mujer admirable. 
Como también admirable es esa mujer que se levanta de madrugada para llevar a sus hijos al colegio luchando con el infernal tráfico capitalino, para luego ir a su oficina, cumplir con una jornada de ocho horas soportando a jefes odiosos. Volver a casa, conversar un rato con sus hijos, ir una hora a gimnasio (lo que para algunos será mera vanidad pero seamos honestos en nuestra sociedad como te ven te tratan); regresar y preparar comida para el otro día. Si tiene suerte tendrá el tiempo de descansar un rato en silencio. 
Junglas distintas, mujeres igualmente admirables.

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