Lo que más recuerdo de la casa en la que viví mi infancia y adolescencia es su inmenso patio, con un frondoso parronal, dos gigantescos duraznos, una cuidada huerta y en su parte posterior un enorme gallinero atiborrado de gallinas, patos y pavos, que dejaba en evidencia la ascendencia campesina de mi madre.
Este corral era “gobernado” por un hermoso y enorme gallo negro azabache con preciosas plumas tornasol en su cola dotado de tal desplante que hacía retroceder incluso a los pavos mucho más grandes que él.
No contaba más de ocho o nueve años cuando un día mi madre me pidió, como era habitual, que fuera a buscar algunos huevos frescos al criadero. En cuanto traspuse la puerta de madera noté que el mencionado gallo no se sintió muy cómodo con mi presencia y no alcance a dar más de dos pasos cuando este se me abalanzó y dando un potente salto me prodigó una docena de patadas en uno de mis muslos. De más está decir que salí corriendo despavorido buscando el refugio en los brazos de mis padres.
Supongo que el ave en cuestión me consideró una amenaza para él o para los suyos, mal que mal iba a sacar los huevos por él fecundados, o tal vez se encontraba en época de apareamiento y deseaba impresionar a su harem, o quizás simplemente lo encontré en un mal día. De seguro su accionar elevó sus bonos al interior del gallinero pero lo que de seguro no sopesó es que en lo que a mí respecta me provocaría una fobia a las aves de corral que persiste hasta el día de hoy casi treinta años después, y que por su parte le significaría terminar un día más tarde al interior de una cacerola.
Hace un par de año tuve por jefe a un gerente que gustaba de dar muestras de autoridad llegando incluso a despedir sin miramientos y en forma arbitraria a más de alguno de mis compañeros de trabajo. Supongo que nunca sopeso las consecuencias de enviar a uno de sus subordinados a la cesantía como tampoco que los reclamos sindicales harían que al poco tiempo otro gallo con más plumas que él le haría entrega de su propia notificación de despido.
Entre el gallo de mi infancia y el accionar de don Carlos aprendí que aún siendo el amo del gallinero, e incluso teniendo la razón, las pataletas descontroladas siempre traen repercusiones.
Este corral era “gobernado” por un hermoso y enorme gallo negro azabache con preciosas plumas tornasol en su cola dotado de tal desplante que hacía retroceder incluso a los pavos mucho más grandes que él.
No contaba más de ocho o nueve años cuando un día mi madre me pidió, como era habitual, que fuera a buscar algunos huevos frescos al criadero. En cuanto traspuse la puerta de madera noté que el mencionado gallo no se sintió muy cómodo con mi presencia y no alcance a dar más de dos pasos cuando este se me abalanzó y dando un potente salto me prodigó una docena de patadas en uno de mis muslos. De más está decir que salí corriendo despavorido buscando el refugio en los brazos de mis padres.
Supongo que el ave en cuestión me consideró una amenaza para él o para los suyos, mal que mal iba a sacar los huevos por él fecundados, o tal vez se encontraba en época de apareamiento y deseaba impresionar a su harem, o quizás simplemente lo encontré en un mal día. De seguro su accionar elevó sus bonos al interior del gallinero pero lo que de seguro no sopesó es que en lo que a mí respecta me provocaría una fobia a las aves de corral que persiste hasta el día de hoy casi treinta años después, y que por su parte le significaría terminar un día más tarde al interior de una cacerola.
Hace un par de año tuve por jefe a un gerente que gustaba de dar muestras de autoridad llegando incluso a despedir sin miramientos y en forma arbitraria a más de alguno de mis compañeros de trabajo. Supongo que nunca sopeso las consecuencias de enviar a uno de sus subordinados a la cesantía como tampoco que los reclamos sindicales harían que al poco tiempo otro gallo con más plumas que él le haría entrega de su propia notificación de despido.
Entre el gallo de mi infancia y el accionar de don Carlos aprendí que aún siendo el amo del gallinero, e incluso teniendo la razón, las pataletas descontroladas siempre traen repercusiones.