La simpatía y entusiasmo del garzón terminó por convencerme: si estaba en Iquitos no me podía ir sin probarlos.
Aquellos nuggets de caimán estaban sencillamente deliciosos. Carne suave pero firme con un gusto que recuerda a la de ave pero de sabor más intenso perfectamente apanada en quínoa acompañada de papata yuca y mango.
Habían pasado tres días y el petepete en el que viajaba avanzaba por el curso del río Itaguayo. Allí fue donde lo vi, su brillante piel acorazada, su sigiloso andar y sus amarillentos ojos en los que descubrí estaba escrito mi karma. Simple cuestión de justicia, ojo por ojo y diente por diente.
Inmediatamente regresé a Iquitos y tomé el primer avión que me regresara al reino del concreto lejos de cualquier río.
Viéndole el lado positivo puedo fumar sin culpa, a fin de cuentas sé que no moriré de cáncer; aunque cada cierto tiempo recuerdo que en cualquier momento desde una cloaca aparecerá él dispuesto a que saldemos cuentas.
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