Nunca he sido partidario ni creyente del concepto de la unidad latinoamericana. Es cierto que como bien dijo el Che “somos una sola raza mestiza desde México hasta el Estrecho de Magallanes”, pero a lo largo de los dos siglos transcurridos desde nuestras independencias cada país ha seguido caminos independientes, muchos de ellos irreconciliables con respecto a sus vecinos, que han constituido su identidad como nación.
Los válidos discursos pro unidad de Bolivar, San Martín y los demás libertadores deben ser entendidos como hechos en una época pre naciones sudamericanas, sin las guerras del Pacífico o del Chaco, y a raíz del ejemplo del norte buscando ser una suerte de Estados Unidos de Sudamérica; sin lugar a dudas ese modelo ya no funcionaría.
Pero aún así basta ver a orillas del Atlántico los carnavales de Río y Montevideo, o en lo alto del Altiplano las fiestas de Oruro o Puno, o en las costas del Pacífico los pasacalles en Barranquillas o los Mil Tambores de Valparaíso, para ver las mismas danzas, los mismos colores, los mismos rostros, la misma alegría.
Quizás debamos buscar distintos destinos, pero nada obliga a que esos destinos no sean mancomunados.
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