En una visita a Río de Janeiro no se puede pasar por alto las playas de Leblón y Copacabana, el Cristo Redentor y las favelas; si el destino es Santiago destacan los viñedos y sus modernos centros comerciales; y en el caso de Buenos Aires su bohemia en Palermo, el mercado de San Telmo, los colores de La Boca, sus carnes a la parrilla y sus librerías, por sobre todo El Ateneo.
El que una librería esté entre los imperdibles turísticos habla mucho del espíritu de una ciudad, y Bueno Aires ha sabido sacar partido a esa suerte de aura mística que habla de escritores bohemios y poetas malditos, nutriéndose de los nombres de Alfonsina Storni, Borges y Cortázar. Pero toda gran urbe ha contado con grandes literatos lo que no necesariamente se traduce en amor por la lectura.
La forma de hacer negocio en El Ateneo de seguro no tiene cabida en la mente de un ingeniero comercial. Dejar todos los títulos a libre disposición de los clientes que pueden romper sellos, hojear, leer en los pasillos, leer en las cómodas butacas dispuestas en los antiguos palcos de este otrora teatro, leer en la magnífica cafetería del recinto, sin que ningún dependiente se acerque a preguntar si el libro en cuestión va a ser o no comprado.
El resultado es un incesante flujo de turistas y locales que lee, lee y continúa leyendo desde primeras horas del día hasta el cierre del recinto cerca de la medianoche; y contrario a lo que pudiera pensar el referido ingeniero comercial sólo la casa matriz de El Ateneo vende en un año diez veces más libros que los que vende toda una cadena de librerías en otras latitudes.
De más está decir que el modelo es replicado en la mayoría de las librerías de la ciudad.
La pasión por que la gente lea al parecer da mejores resultados que la pasión por vender libros.
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