En esa edad en la que creemos saberlo todo y paradojalmente no sabemos que aún somos unos pelmazos, me refiero a la adolescencia, me costaba entender cual era la fascinación turística por las aguas termales. ¿No era acaso lo mismo que sumergirse en una tina con agua caliente?
Con los años aprendí que más allá del cansancio, esa falta de energía temporal que nos provoca alguna actividad física, existe el agotamiento, esa falta de energía permanente que nos genera el estrés. También aprendí en carne propia que huesos y músculos no sanan del todo, que olvidadas heridas y lesiones regresan, que hay épocas en donde no es fácil conciliar el sueño, que el diario trajín también ataca y se manifiesta en la piel, en la mirada y finalmente en nuestra capacidad de pensar claramente.
Una vez aprendidas todas las lecciones de la adultez descubrí que mis mayores tenían razón y que no hay nada más reponedor para el cuerpo, el alma y el ánimo, que estar sumergido en un afluente termal, ojalá en medio de los bosques australes un día de lluvia.
En general, no solo con las termas, he aprendido que mis mayores tenían razón.
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