La poca habitual coincidencia de una soleada mañana de invierno y uno de mis días de descanso laboral fue una ocasión perfecta para dedicarla a mi pasión por fotografiar Valparaíso. Estando en lo alto de un mirador con magnífica vista al Pacífico se me acercó un anciano, después supe sumaba más de ochenta años, que me preguntó si era turista y si me gustaba contemplar el mar, a lo primero dije no y a lo segundo si. Inmediatamente y sin pedir ningún permiso previo comenzó a entonar una bella y simple canción acerca de la belleza de las costas. Lo poco inusual de su presentación me convenció de que se trataba o de un viejo loco o de un anciano sabio, cualquiera fuera la respuesta estaba más que justificado detenerme a conocer más del amistoso personaje.
Nicolino nació en Nápoles, cuando tenía trece años sus padres decidieron abandonar Sicilia y cambiar las vistas del Vesubio por las del Pacífico Sur, quizás buscando una nueva vida en las costas americanas quizás huyendo de alguna vendetta, sea como fuere arribaron a Valparaíso a finales de 1939.
Las cosas no comenzaron bien, a los pocos meses de llegado murió su padre. Nicolino se vio obligado a convertirse en Nicolás y asumir como el sostén familiar. Extranjero, con problemas con el idioma, sin educación, todo parecía estar en contra. Debió comenzar por recoger los desechos de telas en las manufactureras textiles los que después vendía como “guaipe” o paños de limpieza, en algún momento descubrió que estas sobras de género podían volver a hilarse y se inició en la venta de carretelas de hilo a las costureras y sastres de Valparaíso.
Previo a cada giro en su relato el hombre decía con tono solemne “La necesidad es la que crea al órgano” y su historia parecía darle la razón. Luego de algunos años vendiendo y trabando amistad con los sastres porteños se adelantó a su época iniciándose en el outsourcing y contratando servicios externos terminó instalando la tienda más fina y exclusiva de corte y confección del Valparaíso de los años cincuenta. En las décadas siguientes incursionó en la venta de automóviles, la gastronomía y el negocio inmobiliario.
Comentando mi encuentro con otras personas supe que Nicolino llegó a ser dueño de una hacienda de varias miles de hectáreas y de un par de edificios en la zona más exclusiva de la Viña del Mar de la época. Incluso hasta el día de hoy uno de los más prestigiados restaurantes de comida italiana lleva su nombre.
Solo regresó a Sicilia en una ocasión a finales de los cincuenta a dejar flores en la tumba de su abuelo. La no despreciable fortuna que logró reunir es ahora administrada por sus nietos. Actualmente a sus ochenta y algo espera los días soleados para poder observar el mar sentado en lo alto de un mirador y ocasionalmente contar su historia de vida a algún desconocido.
Al momento de despedirnos comenzó a entonar quietamente el “O Sole mío” y finalizado agregó “es que los napolitanos somos así le cantamos al mar, al sol, a las flores, porque solo nos interesan las cosas simples”.
Nicolino ¿viejo loco o anciano sabio? Creo yo que una mezcla de ambos, pero decidan ustedes.
Nicolino ya hace un tiempo que nos dejó, pero ahora su espíritu ahora se pasea entre Nápoles y Valparaíso.
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