El concepto detrás del Jing Jang no fue una exclusividad de las culturas orientales. Desde mucho antes de la llegada de los conquistadores la cosmología de nuestra América andina veía en todo conceptos de dualidad que permitían el balance que sustentaba la vida.
Quechuas y aymaras trasladaron esta dualidad a su fe, así para ellos el mundo había sido creado por una pareja: Viracocha y Mama Cocha, lado masculino y femenino de las aguas; los rectores del universo también eran una pareja: Tata Inti, el dios sol, y su esposa hermana Mama Quilla, la luna; su elemento tutelar, la Tierra, también era venerada en sus facetas femenina y masculina en los nombres de Pachamama y Pachatata; y en la veneración a los antepasados está dualidad también era respetada como es el caso de Manco Capac y Mama Ocllo, fundadores del Cusco.
De más está decir que los misioneros europeos quisieron acabar con estos conceptos reemplazándolos por el culto mariano, pero para los pueblos andinos no se trataba de un asunto tan sencillo como cambiar de credo. Los nombres podían ser otros, la liturgia podía ser distinta, pero no respetar la dualidad del universo amenazaba el balance eterno que preservaba la vida y obviamente debían hacer algo al respecto.
Es por esta razón que con la salvedad de la iglesia de San Pedro de Atacama, construida íntegramente por hispanos, los arquitectos del barroco andino mantuvieron en todas las iglesias alzadas en la meseta y precordillera altiplánica una serie de pequeños y grandes detalles que preservaran este balance cósmico.
Siempre dos cruces, siempre dos campanas, un simétrico cerco de piedras como los milenarios altares a Pacha Mama/Tata, y por sobre todo siempre separados El campanario (masculino) y La iglesia (femenina).
En el fondo aymaras, quechuas, kunzas y collas, nunca han dejado de adoras al Padre y a la Madre Tierra, aunque sea con otros nombres.
¿Y el azul? El azul es el color de las ofrendas en las tumbas, el color que conecta con los antepasados y el color del cielo donde estos residen.
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