Poco más de un año atrás navegaba por las aguas del río Nauta, tributario del Amazonas, en compañía de un guía. En un punto del trayecto nos acercamos a una destartalada balsa de madera que oficiaba como gasolinera; estando allí notamos que bajo la estructura se movía una joven Anaconda, que a pesar de su juventud ya contaba un par de metros de extensión.
A raíz de este hecho Richard, el guía, me contó que un par de semanas antes se había introducido en la selva en compañía de cuatro norteamericanos. En una zona pantanosa avistaron una enorme anaconda pero en lugar de evitarla los alocados gringos se abalanzaron sobre ella e iniciaron una lucha que duró por varios minutos.
Richard no entendía mucho que pretendían porque no coincidían con el perfil de cazadores ni contaban con herramientas para desollar a la serpiente si es que fuera su piel la que pretendían. Finalmente los muchachos lograron sujetar a la anaconda, entre los cuatro la pusieron sobre sus cabezas y a gritos le pidieron al guía que les tomara una fotografía. En resumen aquella descomunal lucha había sido por una suerte de selfie.
Lo anterior me recuerda dos cosas. Primero un video viralizado que vi unos días de unos adolescentes rusos que se grababan corriendo por las cornisas de altísimos edificios; y en segundo término las palabras de Byung Chul-han, el filósofo coreano alemán de moda, en torno a que el narcisismo desenfrenado es la peor enfermedad de nuestros días.
La osadía se confunde con imprudencia, y el valor con el riesgo innecesario. Todo ello con el único objetivo de que el instante quede retratado por nuestros smartphones o nuestras GoPro, para luego ser subido a las redes sociales en un mundo virtual donde, como máxima expresión del narcisismo, los otros no existen y solo importa lo que yo deseo opinen de mi.
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