Hace unos cuantos años un fuerte temporal de viento derribó un añoso ciprés que coronaba el centro de la Plaza de Armas de la ciudad de Quillota. En lugar de ser convertido en leña un tallador local lo transformó en una interesante escultura alegórica a la agricultura, principal actividad económica de la zona, en donde la figura central está construida con las mismas raíces del gigante caído.
Observando esta fotografía tomada hace ya algún tiempo no pude dejar de pensar en mis propias raíces y en ese ir y venir mental propio de las mentes desordenadas recordé un proyecto de ley que actualmente se discute en nuestro congreso que busca el que cada ciudadano pueda elegir cuál de sus apellidos, paterno o materno, sea el prioritario y por consiguiente el usado para todo fin de identificación. Sé que a muchos esta discusión puede parecer irrelevante y hasta anacrónica pero permítanme contextualizar el hecho de que hace tan sólo una década en Chile todavía existía una marcada diferencia en términos de derechos entre los hijos nacidos dentro de un matrimonio legalmente constituido, legítimos, los nacidos fuera del matrimonio, ilegítimos, y los no reconocidos por el padre, naturales. Como algo hemos avanzado, desde el gobierno de Ricardo Lagos y reformas constitucionales mediante en nuestro país actualmente se garantiza la igualdad de derechos de cuna y obra y gracia de las pruebas de ADN todo menor debe llevar el apellido de su padre quiéralo este o no.
Volviendo al punto central la mencionada iniciativa parlamentaria despertó mucho más polvareda de la que se podría suponer. Los sectores más conservadores se opusieron tenazmente alegando que el uso en primer término del apellido paterno es parte de nuestra tradición republicana la que se basa y condice con los usos de los colonizadores españoles y las costumbres de nuestros pueblos originarios, cuestión que es cierta. Por contraparte los sectores más progresistas señalaron que cada individuo tiene el derecho a elegir libremente aquellos elementos que constituyen su identidad y que priorizar el apellido paterno por sobre el materno es una discriminación por género, cuestión que también es cierta. Como es lógico suponer no ha habido acuerdo y el proyecto de ley permanecerá en discusión eternamente como siempre ocurre.
Más allá de los enunciados de nuestros “honorables” diputados, en mi opinión si el nombre define la identidad el apellido define la procedencia, la raíz de la cual somos originarios. En mi caso llevo orgulloso el apellido de mi padre que sin ser de alta alcurnia es el de un hombre honesto, trabajador y esforzado que hasta sus últimos días siempre estuvo manifiestamente preocupado por mí. En él están mis raíces, de él heredé buena parte de mis virtudes y también mis defectos; lo que soy, mucho o poco, se lo debo a él, aunque no puedo dejar de aclarar que no por lo anterior menosprecio el aporte de mi querida madre.
Pero esa es mi experiencia, lo que a mí me tocó vivir, porque igualmente conozco decenas de casos de personas que nunca tuvieron una imagen paterna sino que fueron sus madres las que debieron asumir el rol de ambos padre y madre a la vez, o esa imagen fue encontrada en la figura de un padrastro, un tío o un abuelo. Porque entonces estás personas deben verse obligadas a rendir honra con su apellido a alguien al que en muchos casos ni siquiera conocen y a quien poco o nada le deben.
Los apellidos más que un origen genético o biológico deberían implicar pertenencia, fundación, cimiento, por consiguiente no necesariamente deben estar con quien nos procreó sino más bien deberían estar con nuestras verdaderas raíces, las de afecto, educación y esa hermosa y compleja palabra llamada crianza.
Luis Santibáñez Miranda.
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