Mi familia tiene cierta tradición trashumante así que las casas eran solo un lugar de paso y nunca la morada definitiva. El problema es que cada mudanza implicaba deshacerse de aquellos muebles que no se ajustaban a la disposición del nuevo hogar, así que la visita de algún mueblista o anticuario haciendo ofertas por nuestro living, comedor o armarios era algo más o menos recurrente.
Desde pequeño en cada una de estas improvisadas ventas de garaje defendí a ultranza la posesión de una vieja vitrina de madera y cristal con patas labradas en torno y manijas de bronce que perteneció a mi abuela, de la antigua máquina de coser Singer a pedales que mi madre compró por allá por los sesentas y de un pequeño molinillo de café que ya debe bordear el siglo.
Cada vez que visitó la feria de anticuarios de La Merced en Valparaíso caigo cuenta que a cada uno de esos objetos les podría sacar un buen dinero, pero debajo de vieja vitrina se encuentra una serie de dibujos que un niño de cinco años hizo con lápices de cera, la rueda de la Singer varias generaciones la han interpretado como el timón de un barco o el volante de un automóvil según demande el juego infantil de turno y sé que el molinillo atraía en alguna extraña forma la atención de mi madre en sus primeros años. Todas estas razones bastan para considerarlos un tesoro familiar parte de un legado invaluable.
Eso es lo interesante de las ferias de antigüedades. ¿Cuántas noches de amor se habrán vivido al compás de los discos tocados en esas viejas fonolas? ¿Cuántas cenas familiares habrán usado aquellas impecables vajillas de porcelana? ¿Cuántas fortunas se habrán iniciado con una vieja caja registradora y una balanza?
1 comentario:
Los objetos se cargan de historia y, a veces, también de magia.
También me gusta ir a los mercados de antigüedades e imaginar qué historias esconde cada objeto o mueble.
Esa máquina registradora es preciosa. Siempre quise tener una por el estilo.
Un abrazo
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