Hace algunos años una “vieja” sabia a quien admiro muchísimo, me dijo que cada mañana hay que darse el tiempo de sentir el calor o el frío en el rostro y luego avanzar siempre con la frente muy en alto, no por orgullo sino para descubrir lo que el día tiene para mostrarnos. Pero desde el advenimiento de la hiperconectividad y de los teléfonos inteligentes cada vez alzar la vista resulta más difícil, por el contrario cada vez el incesante flujo de información, la creada necesidad de mantenerse “online”, la creada necesidad de compartir los que nos está sucediendo o enterarnos de lo que otros comparten nos obliga a mantener nuestra vista gacha sumergida en las pantallas de nuestros dispositivos.
Lo anterior no es una crítica sino la simple constatación de un hecho, pretender que ello cambie resulta casi absurdo.
En medio de la naturaleza recobramos en parte la capacidad de maravillarnos quizás exclusivamente porque usualmente al interior de un parque nacional, en una playa recóndita o en lo alto de la cordillera no contamos con señal de telefonía. Por lo mismo es la ciudad la que pasa cada vez más desapercibida a nuestros ojos, son esos pequeños tesoros que cuelgan desde los ventanales o se alzan sobre los pórticos los que cada vez resultan más desconocidos y por lo mismo sorprendentes.
Curiosamente, en la actualidad la tarea de quienes admiramos la arquitectura y el entorno urbano consiste en capturar esas cotidianas sorpresas en nuestras cámaras digitales para después levantar dichas imágenes al ciberespacio, sólo de esa forma la ciudad podrá ser descubierta por quienes transitan en ella. Quizás así quienes transitan por la calle Lastarria a pocos metros de Merced puedan descubrir a este juglar que a tres metros de altura nos vigila entre las cornisas y las enredaderas, porque querámoslo o no es internet quien nos cuenta lo que está ocurriendo justo encima de nuestras cabezas.
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