Medio día en Santiago de Chile, en las calles alrededor de la Iglesia San Ignacio, sector conocido como la pequeña Lima por la gran cantidad de inmigrantes peruanos que allí se congregan, se vocea a voz en cuello la compra de divisas, las llamadas al Perú a precios ultra convenientes, así como ofertas de alojamiento y opciones de colocación laboral, más en silencio también los ofrecimientos contemplan el cómo obtener de forma “milagrosa” una visa de residencia permanente. En el interior de la parroquia los fieles, en su mayoría personas de la tercera edad que alguna vez pertenecieron a la aristocracia santiaguina y que no quisieron trasladarse a los exclusivos suburbios, escuchan la misa de doce cantada por un anciano sacerdote. En el portal del templo, a medio camino entre los gritos callejeros y los rezos litúrgicos, esta mujer, también inmigrante, se aferra con una forzosa desesperanza a su hijo mientras un vaso de refresco oficia de reciclado plato de limosnas. Quizás espera que alguno de sus compatriotas le comparta algo de la fortuna que le ha sido tan esquiva, quizás espera que alguno de los fieles recuerde que la caridad se demuestra con hechos concretos y no solamente con diez padrenuestros, quizás espera sencillamente ser notada por algún mal humorado policía de inmigración que creyendo hacerle un bien al país la deporte de regreso a la tierra de donde cierta vez quiso escapar y a la que ahora tanto añora, en donde a pesar de la dura pobreza nadie se referirá a ella como “chola mugrienta” (negra sucia).
Espero que en algún momento dejemos de ser indolentes ante nuestra propia indolencia.
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