Quizás por haber crecido al lado del mar nunca llamaron en extremo mi atención las playas, seguramente porque siempre estaban ahí, a la mano, y era más cómodo entre mediados de otoño y comienzos de primavera cuando usualmente no se encuentran atestadas de veraneantes que invaden cada centímetro de arena dejando un reguero de restos de comida y baldes plásticos.
Por supuesto que hay playas distintas en donde aquello no ocurre, son las que se autoimponen el titulo de privadas, aunque al menos en Chile la ley garantiza el libre tránsito y acceso por todo el borde marino hasta veinte metros más allá de la línea de marea alta. Podríamos decir entonces que se trata más bien de playas de difícil acceso o para ser más exactos playas de acceso dificultado al máximo por quienes viven en las inmediaciones.
Al ver su limpia arena y aguas transparente, igual que postal caribeña, pareciera que restringir el acceso resulta ser la mejor forma de garantizar su sustentabilidad; pero esto me recuerda a quienes con cierta simpatía añoran los años de dictadura aduciendo que el país se mantenía en orden y con bajas tasas de criminalidad, ciertamente es así, sin embargo ningún ordenamiento por bien intencionado que sea justifica la perdida de la democracia.
Quizás igualmente el caos sea el precio del libre acceso, pero ninguna limpia playa de ensueño justifica que estas sean privilegio de algunos pocos.
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