Algo ocurre con lo agreste, con lo inhóspito, con aquellos lugares hechos por la naturaleza casi pensaos para que el hombre no se enseñoree de ellos.
Tomemos por ejemplo San Pedro de Atacama, uno de los principales destinos turísticos del conosur. Quizás el pueblo en si sea pintoresco y policultural, pero quienes llegan hasta allá no lo hacen tan solo para tener una entretenida conversación con viajeros de distintas partes del mundo, lo hacen para conocer el Valle de La Luna y el Valle de La Muerte, dos depresiones donde la temperatura en el día se acerca a los 40 C° con tal cantidad de sal presente en el sustrato que en ellos no habitan ni siquiera las bacterias; los Geyser del Tatio, que ebullen a más de 100 C° y para verlos en su esplendor es necesario arribar al lugar antes del amanecer soportando temperaturas bastante bajo cero y sus 4321 msnm; el Salar de Atacama, una gigantesca extensión del tamaño de algunos países europeos cubierta por gruesos cristales salinos en donde bastan unos poco minutos para comenzar a ser presa de los espejismos producidos por el sol; y sin embargo a ratos estos lugares son tan transitados como cualquier boulevard capitalino.
Lo mismo ocurre con las cumbres de Los Andes, los ventisqueros y fiordos patagónicos, la insoportablemente húmeda selva amazónica, y un sinfín de lugares donde nuestro cuerpo lo único que desea es huir mientras nuestra mente permanece extasiada.
Tal vez es en esos lugares donde nos damos cuenta de la insignificancia del hombre frente a la naturaleza y esa constatación nos produce la enorme paz de haber encontrado nuestro justo lugar en el cosmos.
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