El viento del desierto arrastra las partículas de óxido desde viejos latones y maquinarias en desuso; también arrastra los gránulos del polvo rojizo que cubre la vastedad y del blanco salitre que descansa en sus yacimientos. El viento los transporta hasta que son atrapados en los surcos de las añosas maderas agrietadas. La camanchaca que de tanto en tanto sube desde la costa los convierte en un amasijo lechoso que luego el sol inclemente solidifica hasta darle la forma de un musgo blanquecino y carente de vida suerte de verdadera costra de las heridas de la oficina salitrera de Santa Laura, una de las últimas en cerrar sus puertas.
Por el salitre le declaramos a Bolivia y Perú, por el mismo salitre diez años después nos enfrascamos en una guerra civil de tanto discutir cómo repartir sus utilidades, por el salitre algunos cruzaron el amplio océano para forjar sus imperios, por el salitre otros abandonaron sus campos en busca de un mejor presente, por el salitre mujeres se quedaron solas esperando al esposo, hijo y padre que no regresó,… Todo aquello nos pareció un justo precio por lo que llamábamos el sueldo de Chile, tal cual como ahora llamamos al Cobre, tal cual como algún día llamaremos al Litio.
En un mundo siempre en guerra, siempre necesitado de nitratos que alimentaran sus cañones, toda la sangre vertida, las traiciones políticas, los trabajadores explotados, las mujeres abandonadas, las vidas oprimidas, nos parecían una digna ofrenda por la fortuna del capitalista, la mejora en la calidad de vida del obrero y el desarrollo del país.
Cuando el salitre perdió su batalla frente a los químicos y plásticos, cuando las oficinas en la pampa terminaron de cerrar, el capitalista volvió a cruzar el mar con su acrecentada fortuna de regreso, el obrero regresó al campo o a la caleta o al taller, y el desarrollo del país se limitó a Óxido, Polvo y Salitre.
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