Mi primera visita a San Pedro de Atacama fue absolutamente circunstancial. La reprogramación de un vuelo desde la cercana ciudad de Calama me dio la oportunidad de “arrancarme” por un día al poblado altiplánico símbolo del outdoor nacional.
Y ahí estabamos yo y mi cámara fotográfica, frente a los colores del majestuoso Licancabur, a un paso del Valle de La Luna, al lado del Salar de Atacama y sus flamencos, en las próximidades de los Geisers del Tatio; en las cantinas del poblado fluía la conversación cosmopolita alimentada por viajeros de todas partes del mundo; en resumen y de acuerdo a lo que me apasiona estaba en el lugar de mis sueños, pero yo no quería estar ahí.
Mi mente, y por sobre todo mi corazón, tan solo pensaban en que me encontraba a eternas dos horas de vuelo (o veintidos en bus) de un departamento en el cerro La Cruz de Valparaíso donde estaban los brazos en los que me quería cobijar.
Para la siguiente visita a San Pedro estuve por horas fotografiando su iglesia desde todos los ángulos posibles; en la tercera disfruté del atardecer a los pies del Licancabur; en la cuarta pasé todo el día recorriendo el Valle de la Luna;… La diferencia es que en esas ocasiones me preocupé de llevar mi corazón conmigo.
1 comentario:
Luis
guau!! luis
un relato con corazón abierto!!
bello desde la imagen, del perfume del paisaje que se capta al leer y sus rincones
y desde el sentimiento evocado y ya no
siempre es bueno hacer balances
mis cariños , se te extraña por mis orillas
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