Parto por aclarar que nací y crecí junto al mar. Quizás por lo mismo, y contrario a lo que se pudiera pensar, las playas nunca ejercieron sobre mí un atractivo especial. Quiero decir me encanta un atardecer paseando por la costanera pero estar todo el día tirado bajo el sol no está en mi lista de panoramas preferidos.
Este año programé mis estas vacaciones en la Patagonia y de hecho en estos momentos escribo estas líneas en un lugar rodeado de ventisqueros mientras afuera del hostal llueve incesantemente.
Todo lo anterior lo señaló para que quedé en claro algo: “no soy playero”.
El punto es que como sea no puedo dejar de desconocer que las aguas turquesa y las arenas blancas al parecer algo provocan en nuestro interior. A los pocos minutos ya nos encontramos sentados tomando una caipirinha o un mojito, incluso aunque aquellos tragos no sean nuestros favoritos, y lo disfrutamos intensamente.
Algo en nuestro interior hace la asociación: aguas turquesas/arena blanca/tragos tropicales = relajo.
La pregunta es si esa asimilación es algo innato o somos tan víctimas de los mensajes publicitarios emitidos por resort y agencias de viajes, o somos tan arribistas que encontramos satisfactorios acercarnos a algo parecido a la vida que tienen ciertos VIP, incluso aunque pasos más allá de las aguas cristalinas solo se encuentren las ardientes rocas y dunas del desierto más árido del mundo como ocurre en las caribeñas playas de la costa de Atacama.
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