lunes, 23 de julio de 2012

Isabel


No debe ser fácil vivir en medio del altiplano a más de cuatro mil metros de altura por más que el cuerpo esté acostumbrado a la baja presión atmosférica. No debe ser fácil soportar diariamente casi cuarenta grados de variación térmica entre los diez grados bajo cero de la madrugada y los treinta grados del mediodía, y me parece que no hay cuerpo que logre acostumbrarse bien a ello. Tampoco debe ser fácil vivir en compañía de unas cuantas llamas y sabiendo que en caso de cualquier emergencia el centro de atención médica, o incluso el almacén más cercano, se encuentra a varias horas de camino.
No debe ser fácil vivir en un caserío como Machuca, pero por alguna razón Isabel decidió permanecer allí. Y es que quizás lo realmente difícil es abandonar la tierra que te vio nacer, en especial para una licanantay (gente de la tierra). Y quizás es preferible pasar cada tarde conversando con las cuatro personas con las que comparte su caserío que vivir en medio de una moderna urbe sin conocer a ninguna de las personas que se dicen sus vecinos. Y quizás es mejor autoabastecerse de la humilde huerta y de lo que le entregan sus animales que vivir preocupada de algo tan inentendible para ella como es la inflación del precio de los alimentos.
Para ella los días transcurren simples y perfectos. Avivar el fuego por la mañana, disponer en su puesto sus artesanías, esperar la llegada de los gringos que cada día pasan por Machuca a su regreso de los geysers del Tatio, comerciar sus creaciones y por la tarde tejer nuevos gorros y mantas mientras comparte un mate de coca de con sus vecinos.
Frente a las cámaras las reglas son claras: solo la pueden fotografiar aquellos que hayan comprado algo en su puesto y a mí el trato me parece justo, de esa forma ella vendió uno de sus sombreros de lana de llama, yo tengo un recuerdo para obsequiar a mi hijo y ustedes pueden conocer a Isabel.

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