No debe ser fácil vivir en medio del altiplano a
más de cuatro mil metros de altura por más que el cuerpo esté acostumbrado a la
baja presión atmosférica. No debe ser fácil soportar diariamente casi cuarenta
grados de variación térmica entre los diez grados bajo cero de la madrugada y
los treinta grados del mediodía, y me parece que no hay cuerpo que logre
acostumbrarse bien a ello. Tampoco debe ser fácil vivir en compañía de unas
cuantas llamas y sabiendo que en caso de cualquier emergencia el centro de
atención médica, o incluso el almacén más cercano, se encuentra a varias horas
de camino.
No debe ser fácil vivir en un caserío como Machuca,
pero por alguna razón Isabel decidió permanecer allí. Y es que quizás lo
realmente difícil es abandonar la tierra que te vio nacer, en especial para una
licanantay (gente de la tierra). Y quizás es preferible pasar cada tarde
conversando con las cuatro personas con las que comparte su caserío que vivir
en medio de una moderna urbe sin conocer a ninguna de las personas que se dicen
sus vecinos. Y quizás es mejor autoabastecerse de la humilde huerta y de lo que
le entregan sus animales que vivir preocupada de algo tan inentendible para
ella como es la inflación del precio de los alimentos.
Para ella los días transcurren simples y perfectos.
Avivar el fuego por la mañana, disponer en su puesto sus artesanías, esperar la
llegada de los gringos que cada día pasan por Machuca a su regreso de los
geysers del Tatio, comerciar sus creaciones y por la tarde tejer nuevos gorros
y mantas mientras comparte un mate de coca de con sus vecinos.
Frente a las cámaras las reglas son claras: solo la
pueden fotografiar aquellos que hayan comprado algo en su puesto y a mí el
trato me parece justo, de esa forma ella vendió uno de sus sombreros de lana de
llama, yo tengo un recuerdo para obsequiar a mi hijo y ustedes pueden conocer a
Isabel.
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