sábado, 4 de febrero de 2012

La Plaza de las Siete Fundaciones (Republicación del 25/06/09)



La escultura en la imagen, obra de Virginio Arias, representa a América y junto a otras tres representaciones también en mármol de Europa, Asia y África custodian las cuatro esquinas del espejo de agua que corona la plaza de armas de la ciudad de Angol. Esta plaza también es conocida como la Plaza de las Siete Fundaciones debido al mismo número de veces que la ciudad debió ser refundada, primero por los españoles y luego por el estado chileno, tras ser devastada por las constantes insurrecciones del pueblo mapuche araucano.
Angol es la puerta de entrada a la Araucanía y marcó por siglos la frontera entre el mundo occidental y el ancestral mundo indígena. Su posición geográfica la convirtió en el escenario permanente del conflicto entre los esfuerzos colonizadores y el deseo del originario pueblo mapuche por mantener incólume su territorio y su forma de vida.
Al referirnos a este conflicto solemos hablar con ligereza del “genocidio étnico y cultural cometido por el conquistador español”, pero se nos olvida, o preferimos olvidar, que en Latinoamérica las mayores masacres y vejámenes en contra de la población indígena se cometieron hasta avanzado el siglo XX cuando nuestros pueblos ya llevaban bastante tiempo independizados de la corona española.
La escena de una formación de caballería disparando sus rifles Winchester en contra de una pacífica y desarmada aldea indígena no es exclusiva de la conquista del oeste estadounidense, también tuvo lugar en el sur de Chile durante el proceso de “Pacificación de la Araucanía” liderado a finales del siglo XIX por el Coronel Cornelio Saavedra quien con cinismo en cierta ocasión declarara que la conquista de los territorios araucanos le costó más mosto que pólvora, debido a que compró con alcohol los favores de los caciques que no pudo exterminar.
Luego del accionar de Saavedra el pueblo mapuche al sur de Angol fue relegado a reservaciones indígenas y sus vastos territorios fueron repartidos entre el estado de Chile, los ricos hacendados capitalinos y un millar de colonos traídos desde Europa no solo para que explotaran los terrenos sangrientamente adquiridos sino que también para que una mayor cantidad de sangre “blanca” hiciera disminuir la marcada presencia de la ascendencia indígena en el creciente proceso de mestizaje que terminaría por definir nuestra identidad nacional. Esta burda suerte de manipulación genética fue también empleada como política de estado en Argentina y Brasil donde recibió el nombre de “Proceso de Blanqueamiento”. Más tarde con la revolución industrial la masa indígena pasó de ser mano de obra barata para las tareas agrícolas a mano de obra barata para la minería, la explotación del caucho o las nacientes manufactureras.
En las praderas norteamericanas, el altiplano andino o la Patagonia el choque cultural era inevitable y en cuanto a las consecuencias el daño ya está hecho, lo que queda es mirar hacia adelante y devolver a nuestros pueblos originarios su dignidad, pero cuidado que esa dignidad nunca será alcanzado manteniéndolos en el subdesarrollo y convirtiéndolos en un atractivo para los turistas. Tan vejatorio como perseguirlos en el pasado es convertirlos en especies de museos vivientes como pretenden algunos en el presente.
Los pueblos originarios, deben encontrar el justo balance entre valorar, preservar y transmitir sus formas de vida ancestrales a la vez de acceder a la salud, educación y tecnología propias del mundo actual. En tanto la sociedad latinoamericana en su conjunto debemos dignificar y valorar tanto a los colonos que cruzaron el atlántico para radicarse en nuestras tierras como a las etnias que las habitaban desde hace siglos, al fin y al cabo somos igualmente hijos mestizos de ambos.

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