Y allí estábamos ambos, mi hijo y yo. Veníamos de sorprendernos con los increíbles paisajes de Caleta Tortel, la visita al ventisquero Montt, la observación de huemules en Tamango, el avistamiento al Monte San Valentín en Campos de Hielo Norte, las sorprendentes Capillas de Mármol en el Lago General Carrera y la increíble fuerza de los saltos del Río Baker, pero una de las mayores sorpresas se nos presentó casi al final de nuestro viaje.
Quizás una de las mayores sorpresas de ese viaje por la Patagonia se nos dio sin buscarla, sin desplazarnos grandes distancias, sin someternos a extenuantes trekking, sin tener que navegar horas en los canales australes, sencillamente bastó con mirar al cielo durante un atardecer obra de un maestro impresionista.
Trabajo en Santiago, esa gran capital que vive agitada, convulsionada, con gente que corre constantemente de un lugar a otro atrapada entre los tacos de primera y última hora del día. En esta ciudad he visto los mismos hermosos y coloridos atardeceres de la Patagonia pero me parece que tan sólo yo los he notado, el resto de quienes me rodean siguen pendientes de cuando cambiará el semáforo, de lo lento que se mueve el automóvil delante de ellos, de mirar el reloj y calcular cuantos minutos llevan en el atochamiento.
El cielo suele entregarnos regalos, gratuitos y de libre disposición, pero solemos “disfrutar” tan sólo aquello que pagamos.
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