Pretender que nuestras sociedades del “nuevo mundo” evolucionen como una copia fiel de lo que vemos más al norte es tan errado como pretender imponer el discurso americanista extremo.
Nunca poseeremos el pragmatismo inglés, la metódica alemana o el orden suizo, pero tampoco podemos volver atrás pues ya ni siquiera nuestros pueblos indígenas son los mismos que eran hace cuatrocientos años. La historia ya se escribió y querámoslo o no somos hijos mestizos de distintas culturas.
Basta conversar con cualquier parroquiano de alguna iglesia en la isla de Chiloé para darse cuenta que el catolicismo en el que creen es muy distinto al que originalmente les fue traído por las misiones jesuitas. Al igual como ocurrió en la selva misionera, en el altiplano, o en el curso del Marañón, el credo evolucionó, se alimento de las leyendas aimaras, guaranies o hulliches y tomó una forma única, ya no europea ni indígena sino netamente latinoamericana.
A diferencia de lo que ocurrió en las metrópolis, misioneros jesuitas y franciscanos aceptaron y alentaron este sincretismo, quizás porque sus votos de pobreza los hacían estar más interesados en crear sociedades que en adoctrinar masas de ofrendantes.
El mestizaje de piel y credos trascendió a la gastronomía, a las tradiciones, y al diario vivir.
“Constituimos una sola raza mestiza que desde México hasta el estrecho de Magallanes presenta notables similitudes etnográficas” (Ernesto “Che” Guevara)
En definitiva todos somos hijos de Cristo y la Pachamama, algunos son más cercanos al padre y otros somos más cercanos a nuestra madre.
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