Pedro Aznar es de esos músicos que me resultan particularmente gratos de seguir, primero porque se mueve entre el rock, el jazz y el folklore latinoamericano, mis estilos musicales predilectos; en segundo término porque sus letras y discurso hablan de un potente compromiso social; y finalmente por su marcada cercanía con mi país, cercanía que no se basa en frases prefabricadas del tipo “ustedes son el mejor público del mundo” o la bastante ridícula “si tuviera un hijo le pondría Chile” (saludos para Julio Iglesias), sino que en intervenciones que demuestran un real conocimiento de lo que está ocurriendo en nuestro territorio y en la habitual presencia de canciones de Violeta Parra o versos de Pablo Neruda en su discografía.
Pero no deseo hablar en sí del nutrido curriculum musical de Aznar sino de las tres ocasiones en que he tenido la opción de verlo en vivo en el último año. La primera fue en Noviembre pasado en la Plaza Sotomayor de Valparaíso con ocasión del Fórum de las Culturas, un evento gratuito en donde el músico argentino se presentó en el corazón mismo de la zona de la ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad; la segunda fue pocos día después en el Jardín Botánico de Viña del Mar, una presentación también de entrada liberada en donde Aznar pudo cantar en medio de un frondoso bosque con los asistentes escuchando su música recostados en los prados del lugar; y la tercera fue hace pocas semanas en la Casa Museo de Pablo Neruda en la localidad de Isla Negra, tocata también libre de pago que Aznar quiso llevar a cabo como homenaje a un nuevo aniversario de la obtención del premio Nobel por parte del poeta y que mejor que llevarlo a cabo en el mismo lugar donde el célebre bate pasó sus últimos años.
Pero tampoco quiero hablar en sí de las veces que he podido ver a Aznar sin tener que pagar una entrada sino de esa constante queja presente en nuestra sociedad de que la cultura no está al alcance de todos, de que los precios del ballet, la ópera, el teatro y los libros son privativos (y ciertamente lo son); pero paradojalmente cuando un evento cultural es gratuito los mismos que se quejan de su exclusión no asisten y los que se hacen presentes son en su mayoría personas que pueden financiar sin problemas su acceso a la cultura.
Alguien dirá que el problema está en la falta de información o que los medios publicitarios nos han llevado a valorar tan solo la música y cine de corte comercial desechable de por sí, que la raíz está en la pésima calidad de educación que se entrega en los organismos públicos; pero en contraparte se me viene a la mente el caso de mi madre, una mujer criada en el campo, que nunca piso un aula universitaria y cuya única profesión ha sido la de dueña de casa pero que sin embargo es capaz de reconocer a la perfección las obras de Strauss o recitar de memoria los versos de Bécquer, y así como ella he conocido un buen número de personas que sin grandilocuentes títulos académicos tienen un nivel cultural muy pero muy encima del promedio.
No puede ser que teniendo uno de los idiomas más ricos en el orbe nuestros jóvenes se comuniquen usando a lo sumo cincuenta palabras; que teniendo en nuestro patrimonio nombres como los de Neruda, Mistral, Huidobro, Parra o Jara, nuestros chicos además de ni siquiera saber quiénes son, tan solo sean capaces de tararear algunas letras en dudoso spanglish “compuestas” por algún regetonero puertorriqueño.
Es cierto que mucho nos falta por avanzar en educación y que la cultura es un bien en ocasiones de difícil acceso, pero el cultivarse es algo que parte por la propia iniciativa, y quizás es justamente ello, iniciativa, lo que estamos perdiendo. El creciente nivel de asistencialismo de las políticas públicas, en su mayoría motivado por fines populistas, nos está acostumbrando a que nos regalen todo y a no buscar nada.
Así como vamos en un par de décadas tendremos a jóvenes que solo se comunicaran con guiños de mesenger y dispuestos a pagar una fortuna por ir a ver al artista de modo del que un año después ni siquiera recordarán su nombre.
Pero no deseo hablar en sí del nutrido curriculum musical de Aznar sino de las tres ocasiones en que he tenido la opción de verlo en vivo en el último año. La primera fue en Noviembre pasado en la Plaza Sotomayor de Valparaíso con ocasión del Fórum de las Culturas, un evento gratuito en donde el músico argentino se presentó en el corazón mismo de la zona de la ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad; la segunda fue pocos día después en el Jardín Botánico de Viña del Mar, una presentación también de entrada liberada en donde Aznar pudo cantar en medio de un frondoso bosque con los asistentes escuchando su música recostados en los prados del lugar; y la tercera fue hace pocas semanas en la Casa Museo de Pablo Neruda en la localidad de Isla Negra, tocata también libre de pago que Aznar quiso llevar a cabo como homenaje a un nuevo aniversario de la obtención del premio Nobel por parte del poeta y que mejor que llevarlo a cabo en el mismo lugar donde el célebre bate pasó sus últimos años.
Pero tampoco quiero hablar en sí de las veces que he podido ver a Aznar sin tener que pagar una entrada sino de esa constante queja presente en nuestra sociedad de que la cultura no está al alcance de todos, de que los precios del ballet, la ópera, el teatro y los libros son privativos (y ciertamente lo son); pero paradojalmente cuando un evento cultural es gratuito los mismos que se quejan de su exclusión no asisten y los que se hacen presentes son en su mayoría personas que pueden financiar sin problemas su acceso a la cultura.
Alguien dirá que el problema está en la falta de información o que los medios publicitarios nos han llevado a valorar tan solo la música y cine de corte comercial desechable de por sí, que la raíz está en la pésima calidad de educación que se entrega en los organismos públicos; pero en contraparte se me viene a la mente el caso de mi madre, una mujer criada en el campo, que nunca piso un aula universitaria y cuya única profesión ha sido la de dueña de casa pero que sin embargo es capaz de reconocer a la perfección las obras de Strauss o recitar de memoria los versos de Bécquer, y así como ella he conocido un buen número de personas que sin grandilocuentes títulos académicos tienen un nivel cultural muy pero muy encima del promedio.
No puede ser que teniendo uno de los idiomas más ricos en el orbe nuestros jóvenes se comuniquen usando a lo sumo cincuenta palabras; que teniendo en nuestro patrimonio nombres como los de Neruda, Mistral, Huidobro, Parra o Jara, nuestros chicos además de ni siquiera saber quiénes son, tan solo sean capaces de tararear algunas letras en dudoso spanglish “compuestas” por algún regetonero puertorriqueño.
Es cierto que mucho nos falta por avanzar en educación y que la cultura es un bien en ocasiones de difícil acceso, pero el cultivarse es algo que parte por la propia iniciativa, y quizás es justamente ello, iniciativa, lo que estamos perdiendo. El creciente nivel de asistencialismo de las políticas públicas, en su mayoría motivado por fines populistas, nos está acostumbrando a que nos regalen todo y a no buscar nada.
Así como vamos en un par de décadas tendremos a jóvenes que solo se comunicaran con guiños de mesenger y dispuestos a pagar una fortuna por ir a ver al artista de modo del que un año después ni siquiera recordarán su nombre.
1 comentario:
Coincido con tu pensamiento, hay muchas propuestas de excelente calidad que son gratuitas, hay que saber aprovecharlas.
A mi en particular me encantan la noche de los museos o de las librerías y doy fe que se moviliza muchísimo público y sabés que? por suerte me encuentro con un montón de gente joven lo que no deja ser muy alentador.
Y .... me gusta mucho Pedro Aznar.
Beos
REM
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