Enciendo un cigarrillo en el centro de la Plaza de Armas de Santiago, en el punto exacto que marca el kilómetro cero de las dos carreteras longitudinales que recorren el país. En la esquina surponiente un predicador grita sus sermones apoyado por un viejo megáfono de sonido metálico, en tanto en la esquina nororiente otro de sus hermanos en Cristo hace lo mismo ayudado por un micrófono conectado a retumbante amplificador.
Ambos intentan convencerme que la adicción al tabaco y mi permanente condición de fornicario, al menos desde que me divorcie, bastan para alejarme de la misericordia divina; también que desde que dejamos de condenar a los homosexuales y desde que en los colegios se enseña que el hombre desciende del mono nuestra sociedad ha entrado en un espiral de decadencia similar al de Sodoma y Gomorra que ha despertado los juicios de Dios sobre nuestra nación y esa es la explicación de terremotos, erupciones volcánicas, sequías, devaluación del peso y derrotas deportivas.
Ambos predican lo mismo, ambos son hermanos en Cristo, pero paradojalmente los gritos de uno no me permiten entender lo que grita el otro.
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